Dentro de la competencia por la regencia del Distrito Federal el tema salud es inevitable y de cimental importancia. Todos los candidatos, sea por medio de discursos, visitas a hospitales, escritos o reuniones con enfermos, han bordado sobre la salud de los citadinos. No es para menos: derruida la economía y vejado el presente, la mayoría de los habitantes de una de las ciudades en donde la corrupción e impunidad han envenenado incluso la esperanza, claman porque al menos se les brinde atención médica adecuada. En las últimas semanas, el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida --sida-- ha acaparado extensas páginas en los rotativos, no por serendipia, no por la satisfacción de los pacientes, sino por deficiencias en el abordaje integral del problema que representa la enfermedad. En medio de la zozobra causada por el mal y la retórica discursiva y ociosa de las campañas, los comentarios vertidos por Carlos Castillo Peraza en su histórico artículo ``Reflexiones condoecológicas'' (Proceso, 30 de marzo) siguen siendo semilla fértil para que la polémica prosiga. Y no es para menos. El condón ha tenido la extraña virtud de confrontar a quienes piensan que el poder contaminante de éste es más peligroso para la especie humana y el globo terráqueo, contra quienes conocen las vías por las cuales destruye el sida. Ofrezco en los párrafos siguientes pensamientos diferentes a las reflexiones condoecológicas.
Comentan los expertos en la materia que ni la promiscuidad ni la drogadicción se incrementan cuando se siguen programas encaminados a promover sexo seguro y el fácil acceso de agujas estériles a disposición de aquellos drogadictos que las requieren. Al contrario: la experiencia ha demostrado que cuando la publicidad es adecuada, los jóvenes retrasan el inicio de la vida sexual, o, si ya son sexualmente activos, tienen menos parejas.
Sin embargo, es sorprendente que incluso en países desarrollados, y de acuerdo con otros estudiosos, ``la brecha entre ciencia y la política es alarmante''. En nuestro país, la distancia es infinita. Debido a lo anterior, algunos científicos e integrantes de Organizaciones No Gubernamentales bregan por convencer a los políticos acerca de las bondades del preservativo y de la distribución de agujas estériles.
Los esfuerzos publicitarios de Conasida han tenido que luchar contra la desinformación existente en la mayoría de los mexicanos, contra la marea de trabajadores migratorios que al cruzar la frontera en busca de pan modifican su vida sexual, y contra la propaganda de grupos religiosos que pretenden descalificar el condón. A lo anterior, hay que agregar las ideas de algunos políticos como Castillo Peraza, quien calculó que ``al año acaecerían en la patria unos mil 40 millones de coitos''. El candidato panista se muestra preocupado ya que ``si cada condón usado mide dos milímetros de alto, con los mil 40 millones de condones anuales de segunda mano se podría hacer una torre de 2 mil 80 kilómetros de alto, o una terrestre fila de plásticos desechados de la ciudad de México a Ciudad Juárez, Chihuahua. Por año. Imagine usted sus efectos sobre el drenaje público''.
En su escrito la palabra sida no existe. No se habla del costo monetario y humano de la enfermedad ni se plantea alguna reflexión sobre el via crucis de quienes además de contraer la enfermedad, carecen de recursos para atenderse. ¿En dónde queda la ética? ¿Se entrecruzan, al menos en algún punto, moral y política?
En nuestro medio, la labor ingente de los comunicadores es subrayar las virtudes morales del preservativo en contraposición a los razonamientos decimonónicos que pretenden conservar ríos, lagos y mares limpios de condones. Hay que subrayarlo: el preservativo es un instrumento ético que evita muertes. O, si se quiere utilizar ínclitas neorreflexiones condoecológicas, el debate debe cuestionar lo siguiente: ¿es más alarmante la muerte de una trucha o la de un ser humano por sida?.