Periódicamente resurge en América Latina el interés hacia la distribución del ingreso. Sin embargo, tan misteriosamente como aparece, la atención progresivamente se desdibuja al calor de urgencias que siempre conducen a otra parte: la inflación, las cuentas externas, el déficit fiscal, el tipo de cambio o lo que sea. La verdad es que nos hemos acostumbrado al contraste cotidiano de miseria y opulencia. Y así hemos dejado de preguntarnos acerca de la calidad de naciones, instituciones y economías construidas sobre este irresuelto antagonismo.
A fines del siglo pasado la prioridad eran las exportaciones de materias primas, después vino la prioridad de la industrialización protegida, y ahora es el turno del equilibrio fiscal, la estabilidad de los precios y las exportaciones manufactureras. Evidentemente las prioridades cambian pero una cosa permanece tercamente igual a sí misma: la convivencia estrecha, tan típicamente latinoamericana, de miseria y opulencia. Pero, como decíamos, de vez en cuando alguien se despierta y descubre que esta convivencia no es natural y comienzan así las jeremiadas acerca de los deberes de solidaridad, de asistencia, de apoyo a los pobres.
Y uno se pregunta si no sea mejor el cinismo acostumbrado a esas formas de sensiblería que convierten los problemas históricos concretos en fumisterías genéricamente ``humanas''.
Comencemos con reconocer el terreno. América Latina es el mayor ejemplo mundial de desigualdad en la distribución del ingreso. Y, lo que es peor, desde comienzos de los años 80 hasta la actualidad la desigualdad no ha hecho otra cosa que agudizarse incluso en los periodos de relativa recuperación económica. Si comparamos los ingresos del 20 por ciento más rico con los del 40 por ciento más pobre de la población, he aquí los resultados. En los países desarrollados los ingresos de los primeros son superiores a los de los segundos en una proporción que va de 1.7 veces, en el caso de Holanda, a 2.7 veces, en el de Estados Unidos. En Asia oriental la proporción oscila entre 2.5 y cuatro veces. Pero es en América Latina donde el abanico se abre en forma escandalosa, entre 4 y 10 veces. En ninguna parte del punto los pobres son tan pobres como aquí y los ricos tan ricos.
¿Es posible construir cimientos firmes de crecimiento económico de largo plazo sobre desigualdades tan profundas que traban la formación de tejidos productivos y sociales integrados, flexibles e interactivos? La respuesta viene de la historia y es una respuesta que podemos sintetizar en dos partes. Primera: el proceso de desarrollo es proceso de reducción de las diferencias de productividad entre sectores y de bienestar entre grupos sociales.
Ahí donde el desarrollo no asume estos rasgos, simplemente no es sostenible en el tiempo. Segunda: en los últimos treinta años no se han dado a escala mundial casos de elevado crecimiento económico sobre la base de una distribución del ingreso tan polarizada como en la mayoría de los países latinoamericanos.
A los economistas conservadores de estos tiempos no les resultará fácil entenderlo (sobre todo mientras sigan considerando la eficiencia como un problema técnico más que como un problema de ingeniería social), pero la competencia y la eficiencia suponen interacción y no puede haber interacción dinámica ahí donde millones de seres humanos son dejados al desempleo crónico, a la marginalidad y a la ignorancia.
Si América Latina sigue teniendo tasas de crecimiento débiles y volátiles, una de las razones centrales es justamente por su incapacidad hasta ahora para establecer modelos de crecimiento capaces de favorecer la integración sectorial, social y territorial. Un cerebro necesita sinapsis además de neuronas. Una economía necesita interacción dinámica no sólo una que otra empresa individualmente eficiente. La polarización del ingreso es el indicador más obvio de nuestra irreducible falta de integración nacional. Pensar en eficiencia competitiva en estas condiciones es simplemente un sueño; peor, es un engaño. La inequidad en la distribución del ingreso no es sólo problema genérico de justicia, es problema sustantivo de eficiencia productiva y de calidad de la construcción nacional.