La Jornada martes 13 de mayo de 1997

David Márquez Ayala
Conasupo, bomba de tiempo

A fines de diciembre de 1994, a menos de un mes de la ascensión de Ernesto Zedillo a la presidencia y pocos días después del inicio de la crisis devaluatoria, escribí en estas páginas de La Jornada una reflexión sobre las posibilidades de supervivencia política del entonces nuevo régimen a

la luz de la secuencialidad sexenal, cuya conclusión decía palabras más palabras menos ``El doctor Zedillo tiene ante sí dos opciones: o rompe con el pasado o rompe con el futuro''.

Evidentemente decidió no romper con el pasado y su línea de continuidad en lo económico cuantifica en su haber la peor crisis sufrida por la economía de los mexicanos, al menos en este siglo, y en lo político su defensa del ``sexenio del lodazal'' está colocando a su gobierno y a su partido en una línea de virtual complicidad, encubrimiento y desprestigio de crecientes proporciones. El caso de Conasupo es particularmente ilustrativo: si la investigación y el escándalo lograron ser neutralizados por la mayoría en el Congreso el año pasado, hoy una nota de The Washington Post lo revive en las primeras planas.

Toda la reforma y la modernización del campo en el México posrevolucionario se basó en cuatro pilares: el reparto agrario, el extensionismo (asistencia técnica), el crédito y la comer- cialización de los productos básicos. De este último elemento, la Compañía Nacional de Subsistencias Populares fue el instrumento más desarrollado y permitió durante varias décadas los siguientes objetivos: garantizar el mercado y un precio de garantía a los productores del campo, garantizar el abasto de alimentos básicos a precios bajos a cerca de la mitad de la población (37 millones de habitantes en los años 80) y neutralizar el agio y las excesivas desviaciones del mercado alimentario.

Conasupo creció al ritmo de las necesidades del país y del equilibrio social. Su operación se dividió en cuatro filiales: Diconsa (Distribuidora Conasupo SA), que llegó a tener una red estratégica de 263 almacenes y 18 mil centros de venta para todo el país (14 mil 500 en el medio rural y 3 mil 500 en zonas urbanas); Liconsa (Leche Industrializada Conasupo SA), con nueve plantas y una amplia red de distribución; Miconsa (Maíz Industrializado Conasupo SA), con cinco plantas productoras de materia prima o tortillas, e Industrias Conasupo SA, con 188 plantas procesadoras de alimentos.

Toda esta gigantesca estructura que, con todas sus fallas, jugaba un papel crucial en el equilibrio social, la alimentación popular y la distribución del ingreso, construida a lo largo de décadas, fue demantelada y vendida casi en su totalidad entre 1990 y 1993 por el gobierno salinista en mil 360 millones de pesos, nada en comparación con su valor real, social y estratégico.

Los malos manejos, la ineficiencia y la corrupción fueron argumentos esgrimidos para su privatización. Hoy que no sólo fueron pretextos, sino una cruda realidad predeterminada y permitida. A la fecha, son las grandes corporaciones nacionales y extranjeras las que controlan la industrialización y comercialización de alimentos en el país; imponen sus patrones alimentarios y sus precios; el campo productor de básicos se debate en mil problemas de competencia desleal, de mercado y de financiamiento, y los consumidores de menores recursos pagan las consecuencias.

Hoy Conasupo está en vías de extinción, sacrificada por el ``mercado'' neoliberal. La corrupción, la ineptitud y los problemas deliberados que la socavaron afloran cada vez con más fuerza en ésta como en muchas otras empresas paraestatales, en una historia, la del despojo del siglo, aún por escribirse.