El conjunto de las instituciones nacionales enfrentan condiciones nuevas y difíciles. Por una parte, los actos de entidades que se mantenían hasta hace unos años al margen del escrutinio público, como los poderes Ejecutivo y Judicial, las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica, son hoy objeto de debate y de crítica abierta por parte de la opinión pública. Las viejas estructuras corporativas del sindicalismo oficial han perdido, al parecer de manera irremediable, los cotos de poder, la capacidad de control y la influencia que tuvieron en décadas pasadas. Hoy enfrentan la disyuntiva de cambiar radicalmente o desmoronarse.
En otro sentido, han dejado de funcionar las principales reglas no escritas que garantizaban la cohesión y la disciplina del grupo en el poder. Ejemplo de ello son los cada vez más frecuentes y directos dimes y diretes entre ex presidentes y las graves rupturas, que en ocasiones se expresan abiertamente pero que por lo general permanecen soterradas, entre el gobierno actual y varios de los protagonistas principales del sexenio anterior.
Las instituciones encargadas de mantener el orden público, proporcionar seguridad a la población y procurar justicia, pasan por una severa crisis cuyas facetas más visibles son la incapacidad y la corrupción, justo en momentos en que se requeriría de su plena operatividad y de su eficiencia para enfrentar el auge de la delincuencia y el creciente poder de las organizaciones del narcotráfico, así como para emprender y llevar a término investigaciones relacionadas con el cúmulo de irregularidades y presuntas actividades delictivas que, según ha ido saliendo a la luz, caracterizaron a la administración salinista.
Todo ello ocurre con el telón de fondo de un renovado descontento ciudadano y un grave deterioro de la credibilidad institucional, y en vísperas de un proceso electoral que, de acuerdo con todas las previsiones, se traducirá en cambios de importancia en el panorama político del país y en la correlación de las fuerzas partidarias.
En tales circunstancias, es impostergable el examen público del quehacer institucional --y ello implica, en primer lugar, a las entidades de la administración, pero no se limita a ellas--, de su pasado inmediato y de su situación actual. Es necesario ventilar alineamientos y alianzas, declarar patrimonios, denunciar complicidades y poner en su justa perspectiva la trayectoria de servidores públicos, personalidades políticas y líderes sociales y religosos de todas las tendencias y credos. El gobierno, ante esta tarea cívica inexcusable, debe actuar con transparencia y poner a disposición del Legislativo, de los procuradores, de los partidos y de las organizaciones no gubernamentales, expedientes y archivos.
En suma: el país y la ciudadanía necesitan un esclarecimiento generalizado que le permitan confirmar o descartar sospechas, desestimar rumores, distinguir las acusaciones fundadas de los ataques con propósitos electoreros, deslindar responsabilidades económicas y políticas, y hacerse una idea precisa del perfil de los candidatos y partidos a los cuales entregará su voto.