Javier Flores
La ciencia mexicana hacia el tercer milenio. Los Orígenes

Una de las imágenes que más me han impresionado recientemente aparece en una fotografía publicada en la primera plana de La Jornada el 5 de abril. En ella, uno de los símbolos más característicos de la civilización en el siglo XX, la Torre Eiffel en París, inaugura, mediante caracteres luminosos, la cuenta regresiva del final del siglo y del milenio. Ese día Francia recordó al mundo entero que: Faltan mil días para el año 2 mil. Frente a este cambio, la humanidad reacciona de muy distintos modos. Es difícil escapar a una especie de emoción y acaso también con una suerte de aburrimiento ante lo que ya se ha convertido en lugar común. Pero lo que es claro es que el cambio de siglo no solamente representa una modificación de las fechas de un calendario sino que se convierte en algunas mentes finiseculares en un desafío de transformación. En una esperanza.

Y es con este sentimiento que surgen en cada espacio las preguntas sobre qué se espera que ocurra en distintos ámbitos de la actividad humana y qué es lo que nos corresponde hacer para dejar atrás los obstáculos que impiden el avance de lo humano. Podemos detenernos, por ejemplo, en una frase que comenzaremos a escuchar con frecuencia: La ciencia mexicana hacia el siglo XXI o La ciencia mexicana hacia el tercer milenio. Estas frases conllevan la idea de movimiento, el paso de un estado a otro, es decir, qué tenemos y hacia dónde vamos con lo que tenemos. Pero también, dentro de esta noción de movimiento, entran en juego la voluntad y la capacidad de creación que permiten igualmente decir: qué queremos, hacia dónde queremos ir. En otras palabras, hay un punto de partida que es la ciencia mexicana hoy, lo que somos, y un tránsito hacia el siglo XXI que puede estar marcado por la inercia --tal y como estamos a algún lado vamos a llegar-- o bien podemos identificar los obstáculos que enfrentamos y diseñar los caminos que nos lleven a protagonizar un auténtico progreso del conocimiento en la era que se avecina. Sea que se adopte una posición pasiva o que se ponga en juego todo el talento del que se dispone para encarar el inicio de un nuevo milenio, hay un hecho insoslayable: es indispensable conocer con la mayor precisión posible lo que somos y lo que tenemos, para evitar lo mismo el pesimismo inmovilizador que las espectativas fantasiosas.

La ciencia mexicana hacia el tercer milenio o hacia el siglo XXI. En esta frase se adopta ya una postura que identifica una especificidad.

Se trata no de la ciencia en abstracto, sino de una ciencia específica que se desarrolla en un país, el nuestro. Hablar de la ciencia mexicana implica reconocer que no es igual que la ciencia australiana, senegalesa, salvadoreña, alemana o china. Esto significa que se puede identificar una contradicción, si se quiere aparente pero contradicción al fin, entre universalidad y especificidad. Durante muchos años el argumento de la universalidad de la ciencia ha sido el caballo de batalla de no pocos representantes de los medios científicos --y especialmente de personas alejadas de estos medios que entienden a la ciencia como una especie de nueva religión-- hasta convertirla en un desagradable lugar común que termina con cualquier intento de reflexión sobre nuestras particularidades. La universalidad de la ciencia en su aspecto más serio se refiere a que los resultados de un experimento o una indagación, pueden ser reproducidos y aplicados en todo el mundo, lo que les da el mismo valor en México, Senegal o China. Pero si bien puede aceptarse que algunas formas que adopta la práctica científica son semejantes, no lo son las condiciones en las que se desarrolla el conocimiento científico en cada región del mundo.

Entre los aspectos que dan a la ciencia mexicana su especificidad, destaca su historia, es decir, ¿cómo se instala la ciencia a México? La ciencia en su versión moderna es un producto del desarrollo de la civilización occidental, lo que significa que el conocimiento científico no ha sido una presencia permanente en nuestro territorio en el que durante siglos, o quizá milenios, se cultivaron otras formas de conocimiento. A escala mundial se identifica el nacimiento de la ciencia con la revolución científica del siglo XVII, para otros se trata de un proceso con orígenes anteriores que se remontan al Renacimiento al romperse los vínculos con el oscurantismo medieval, aunque en realidad pueden encontrarse líneas de continuidad desde Aristóteles cuando establece claramente el rompimiento entre el mito y la razón o también en Platón y aún en los presocráticos. El pensamiento griego se instala en Europa gracias a un prodigioso proceso de fusión cultural por intermedio del mundo Arabe y es Europa la punta de lanza para lograr la hegemonía del conocimiento científico en el mundo entero.

Pero si bien pueden existir varias dudas respecto a los orígenes de la ciencia en el mundo, en América puede fecharse con mayor precisión. El contacto con esta modalidad del conocimiento no se produjo sino hasta el encuentro de los dos continentes. El descubrimiento de América y la Conquista fueron las vías de entrada de la ciencia en México. Se trata pues de un ingreso tardío y bajo las condiciones quizá menos afortunadas. Nuestro contacto en el siglo XVI con la ciencia europea se dió, como lo ha señalado en varias ocasiones Ruy Pérez Tamayo, a través de España una de las naciones más cercanas al oscurantismo medieval y más alejadas de la vanguardia que desembocaría en la revolución científica europea, aunque situada en la frontera del conocimiento en áreas como la navegación y la tecnología militar. Además, el encuentro no fue para nada amigable, se trató de una acción militar en la que, como en toda guerra, se procede a la destrucción de un mundo y la imposición de otro. En ese momento, lejos de producirse una fusión en el plano del conocimiento se inició la muerte de una modalidad de conocimiento y su sustitución por otra.

El encuentro produjo un accidentado proceso de fusión de culturas de la que surge la nación mexicana y que se caracteriza por un mestizaje que ilustra la unión de los saberes entre el mundo prehispánico y europeo. Pero si bien este mestizaje, como lo ha expresado Octavio Paz, se expresa en áreas como el arte, la comida e incluso por un sincretismo religioso, no se produce en el campo del conocimiento. La ciencia europea es refractaria a la fusión y no admite como verdad otra que no sea la suya.

Pensar en el tránsito de la ciencia mexicana hacia un nuevo siglo o un nuevo milenio, involucra desde luego muchos aspectos que rebasan lo expresado en las líneas anteriores, pero lo que es cierto es que es obligatorio detenerse a reflexionar sobre las formas en las que ingresa en México el conocimiento científico, pues marca de distintos modos nuestra realidad actual y nuestro futuro.