La Jornada Semanal, 11 de mayo de 1997
En 1756, el doctor Johnson escribió cinco ensayos y veinticinco reseñas. Sin embargo, este polígrafo consideraba que su principal defecto era la indolencia. Para remediar el mal, escribió en tres años su célebre Diccionario. El actor Garrick comentó que un solo inglés había podido más que los cuarenta académicos franceses que trabajaban en una empresa equivalente. Hoy, Johnson perdura sobre todo por la apasionada biografía de Boswell.
Llevada por un deambular incesante y acuciada por la curiosidad, Orlando -que por mor de dicha curiosidad y como un nuevo Tiresias ha dejado de ser hombre para recorrer el mundo y la historia como mujer- vaga una noche por las calles de Londres cuando de pronto algo llama su atención. En una ventana iluminada de cierta casa de Bolt Court tres figuras velan a la luz de un candil y Orlando, ávida de secretos e intimidades, espía sus movimientos y aunque se niega a comunicarnos lo que escucha nos ofrece en cambio un boceto en claroscuro de la tertulia. Como un árbitro ciego, la anciana Mrs. Williams preside un diálogo o -casi con seguridad- un monólogo que no entiende, escoltada por las dos figuras capitales de la escena: Boswell, que para Orlando no es más que ``una sombrita de labios salidos que no se quedaba quieta ni un segundo'', figura por lo demás ``incómoda, petulante, servil'', y el Doctor Johnson, esa ``sombra corpulenta de aire romano'' que sin cesar se ``torcía los dedos de manera muy rara y movía la cabeza de un lado a otro''. A Orlando le basta esta escena para que, conmovida y feliz, se retire de la ventana segura de que gracias a la visión vivida ``la envidiarán los siglos venideros''. Transcurridas unas cuantas líneas, suenan doce campanadas y el siglo XVIII muere y en su lugar, y bajo la poca optimista forma de ``una pesada tiniebla turbulenta'', surge el siglo XIX. ¿Qué ha ocurrido? Si evaluamos la situación descrita podemos suponer que con el magisterio de Samuel Johnson culmina una era y que, ante las ``turbulentas tinieblas'' del siglo que nace -y que a su vez ve nacer a la autora de Orlando, casi cien años después de muerto el inquilino de Bolt Court-, el Doctor encarna la metáfora de un siglo cuyas complejas nupcias de raciocinio y sensibilidad han auspiciado las ``Luces''.
Pero más allá de la intención que animó a Virginia Woolf a evocar a Johnson, cabe valorar el significado de la larga pervivencia de su figura intelectual, unida siempre a la de su controvertido amanuense Boswell. La pareja concita una rotunda división de opiniones, pues a la unánime apología que siempre se ha hecho del autor del Diccionario de la lengua inglesa corresponde una implacable tanda de dicterios contra el pobre Boswell, sin cuyo concurso -La vida de Samuel Johnson- la presencia del Doctor aparecería hoy desvalorizada o, al menos, desdibujada. La propia Virginia Woolf obsequia a Boswell con un comentario cruel y los calificativos ``petulante'' y ``servil'' son ilustrativos de lo que se ha dicho de él desde que empezó a frecuentar el Literary Club, el cenáculo del imprevisible y olímpico escritor. Sin contar con la suerte -y, sin duda, inteligencia- de Eckermann, otro amanuense de excepción, Boswell se limitó a comprobar el aserto de Wilde en el sentido de que ``cada cual debe escribir el diario de algún otro'', misión que se cumple en los casos de Stevenson y Kipling, para no salirnos del dominio inglés, ya que sus diarios -y quien dice diarios dice memorias- fueron escritos, ay, por sus mujeres.
Pero Johnson monopolizó todos los elogios. Mientras alguien afirmaba que él era ``el inglés más genuino que Dios creó'', Lord Chesterfield, deslumbrado por la grandeza lexicográfica del Diccionario -muy lejos estaban todavía los de Webster y Oxford-, propuso que el Doctor fuera nombrado ``dictador de nuestra lengua''. Carlyle fue más equitativo: por un lado, entronizó a Johnson en su Tratado sobre los héroes como ejemplo del literato por antonomasia y, por otro, caricaturizó a Boswell en Sartor Resartus y, además, lo definió como ``una enorme y atronadora imbecilidad''.
Pero más allá de todos estos juicios, Johnson estuvo marcado desde su infancia por la curiosidad, esa incurable adicción que comparten por igual, aunque con diferentes registros, sabios y mujeres. Se dio el lujo de nacer en una librería -¿no radicará en este hecho parte del entusiasmo que Borges manifiesta por el Doctor?- y a los tres años sufrió su primer decepción a causa de una mujer: aquejado de escrofulosis, fue llevado ante la Reina Ana para que ésta, merced al contacto mayestático, lo curase, pero la terapia regia fue inútil. No obstante, sobrevivió y tuvo tiempo suficiente para sentar una sólida teoría sobre la curiosidad, en la que advirtió un síntoma de inteligencia vigorosamente orientada hacia la perfección del conocimiento, lo que lo aproxima a Lessing, que confesaba hallar más placer en la búsqueda de la verdad que en la verdad misma. Sin embargo, anota que la curiosidad desmedida puede, como es el caso de un tal Nugaculus y la mayoría de las mujeres, conducir a los más grandes e irreparables despropósitos.
A Johnson se le considera el hombre que más leyó en su época y fue el primero en proclamar la universalidad de Shakespeare, cuya obra anotó críticamente, y en denunciar las supercherías de los cantos de Ossian. En su ensayo sobre Milton -Vida de los poetas- hizo una digresión para recomendar, muy sensatamente, no creer en los contemporáneos, idea recurrente en la mayor parte de su obra. En este sentido, su producción literaria es de todos conocida: poemas, ensayos, un par de textos de ficción (la tragedia Irene y el relato La historia de Raselas, Príncipe de Abisinia), el célebre Diccionario y una infinidad de artículos que publicaba en su periódico The Rambler -título en el que la curiosidad pasea-, artículos de los que sólo se conocen cuatro o cinco que no son de su cosecha, algo similar a lo que ocurrió con la revista Die Fackel, de Karl Kraus, también crítico implacable a la vez que conciencia fustigadora de su tiempo.
En cuanto a la curiosidad en su sentido más válido -el afán de conocer lo que nos es útil, y no aprender sólo por el prurito de conocer lo que los demás ignoran-, Johnson nos ofrece en Raselas a un príncipe dominado por una placentera ociosidad que termina por hastiarlo y que lo lleva a huir de la molicie para recorrer el mundo impelido por su sed de conocimiento. Raselas, orientado por Imlac, su mentor -es el siglo de Emilio-, descubre que quien desea saber debe ``despojarse de los prejuicios de su país y de su tiempo y ha de contemplar la verdad y el error en su estado abstracto e invariable; ha de dejar de lado las leyes y las opiniones contemporáneas y elevarse a las verdades trascendentales, que siempre son las mismas''. Pero Nekayah, la hermana de Raselas, discrepa de esta filosofía y elabora la suya propia. Ella es una feminista avant la lettre y no sólo levanta barricadas contra el matrimonio sino que, atraída por la otra noción de la curiosidad, quiere fundar un colegio de mujeres sabias. En este sentido, no hay que olvidar la actitud de Johnson respecto a las pensatrices, a las que ridiculiza sin piedad, como cuando exclama: ``¡Oh Señor, una mujer que filosofa es como un perro que camina sobre las patas traseras: no lo hace bien, pero queda uno sorprendido de que lo haga, sea como sea!''
¿Qué es a todo esto la curiosidad? Un impulso de libertad frente al dogmatismo de las grandes certezas; un instinto que busca su definición en la respuesta, lo que no impide que esta respuesta desencadene un nuevo interrogante. De esta forma la curiosidad, en tanto apetito insatisfecho, puede encarnar un sistema de vida. Pero hay un elemento sin el cual dicho apetito no consigue orientar sus búsquedas en pos de nuevas metas y sí, en cambio, confundir sus logros con el espejismo de una falsa o aparente verdad. Ese elemento, consustancial al espíritu crítico del siglo XVIII y que hermana a Johnson con su coetáneo Lessing, no es otro que el método. Las universidades de Oxford y Dublín supieron apreciar la línea trazada por el Doctor en sus investigaciones lexicográficas e históricas, mientras que cualquiera puede suscribir hoy la razón de sus propuestas morales. Por otra parte, ese método es lo que diferencia la curiosidad del sabio (Imlac en Johnson, Nathan en Lessing) de la curiosidad utilitaria de Nugaculus y Nekayah, personajes con los que se busca zaherir a empíricos y diletantes. No hay que olvidar que las ``mujeres sabias'' que quiere resucitar Nekayah son las mismas que ridiculizó Molire un siglo antes y que Thackeray, un siglo después de Raselas, vapuleó con el concurso del propio Doctor en La feria de las vanidades. Por un lado, Thackeray le da entrada escénica a la ``sabia amiga de Johnson'', Miss Pinkerton, que le regala el Diccionario a la joven Becky Sharp y, por otro, subraya el ``acto heroico'' de Becky, que sin vacilar arroja el libro al jardín donde pastan los héroes como un adiós al tedio escolar y una bienvenida al mundo y la vida.
De esta forma, si Orlando nos abre la ventana de la casa de Johnson, Becky Sharp nos la cierra al liberarse del grueso ``sandwich'', como llama al libro. El personaje de Virginia Woolf parece darse la mano con la fascinante heroína de Thackeray, ya que a pesar de las sátiras del Doctor contra su sexo estas dos mujeres contribuyen de alguna manera a su inmortalidad: la primera, porque a nombre de la curiosidad vive en carne propia la gloria y las miserias del mundo; la segunda, porque al apostarlo todo a la vida encarna mejor que nadie la feria de las vanidades. No hay que pasar por alto el hecho de que el mejor poema de Johnson es el que precisa y elocuentemente se titula La vanidad de los deseos humanos: una vanidad ante la cual no hay curiosidad que se resista.