La Jornada Semanal, 11 de mayo de 1997
Carlos Chimal es novelista y divulgador científico. En este cuento crea un insólito futuro arcaico, los bajos fondos de una utopía en la que se escucha la pista sonora del karaoke y cada quien canta inesperadas melodías. Una nota del portafolios de Chimal: ``En 1922 Aleksei N. Tolstoy publicó una novela de ficción científica, Aelita, en la que un astronauta ruso extravía el camino de regreso a casa. En 1997 se cumplen cien años del descubrimiento del electrón. Vivimos, pues, bajo el imperio de la luz. Su radiación se nos da a cuentagotas mientras los señores del Cielo deciden qué hacer con la tormenta".
Poli entró con él. Bajaron la cortina de metal, activaron el sistema de alarma y salieron por el frente de la casa. Al cruzar la reja Poli lo tomó de la mano. Adame sintió sus dedos obscuros y fríos, como si un extraño influjo le dijera que estaba en Marte, a punto de morir, y alguien como Poli tuviera que conducirlo por el planeta hostil y seductor. Recorrieron las calles de Aldama pobremente iluminadas bajo el vapor de sodio. La noche era más bien cálida y seca. Pocas personas se aventuraban, excepto los borrachines y aquellos que buscaban camorra. Los jóvenes pudientes pasaban en sus automóviles como fantasmas y jamás se les ocurría bajar los vidrios. Los otros vivían encerrados, fieles a la televisión.
Cruzaron el Jardín de los Aguzados, en cuyos márgenes aún podían distinguirse caseríos de estilo indefinido, a veces con portal, casi siempre funcionales, por lo común, un simple rectángulo de tabique y cemento. Habitaciones para acabar los días calcinado en una caja de herramientas y una placa de latón como techo. Miró de reojo un edificio del jardín. El barandal de cemento que había sustituido el de herrería, con un doble arco al pie de la escalinata, donde ya antes el hierro había desplazado a la mapostería. Imaginó una gigantesca corcholata descarapelada en la azotea, cuyos colores azul, rojo y blanco más bien había que adivinarlos. Entre la ``i'' y la ``c'' habían entrado los proyectiles. Adame pensó que había hecho bien en nacer más tarde.
-¡Oye, te estoy hablando, tapioca pública!
-¿Eh? -contestó Adame, saliendo de su estupor-, perdóname, estaba...
-Como siempre, soñando despierto.
Alguien prendió una luz mandarina en una gran ventana central de una troje que se alzaba, solitaria, como testigo mudo de un mundo perdido en el nuevo cruce vial. Vieron pasar como dos espectros un par de camionetas Bronco por la avenida, al otro lado del jardín.
-¿Crees que si mi abuelo no hubiera vendido la Gaseosa, esos no se habrían posesionado de Aldama? -dijo Adame, sin ocultar su rencor.
Poli negó enfáticamente con la cabeza y lo abrazó.
-Con o sin tu abuelo -dijo ella- estos agricultores habrían hecho de Aldama lo que han hecho en toda Amérika: un gigantesco laboratorio de rayos catídicos. La ambición es canija y cualquier zombie está dispuesto a venderse por un fajo de billetes. ¿Pues qué no miras que está escaso el quehacer? Las locas gachas salen de las piedras, las niñas de cejas rasuradas esperan a que caiga la majada para servirles sus caldos. Tu abuela hizo bien en zafarse antes de que las cosas se pusieran calientes.
-Tienes razón, es la única que vale la pena de este maldito pueblo.
-No exageres, cabrón. Cada quien hace lo que puede. A su manera, mi mamá también merece respeto. No es nadie pero no se vende a ninguno de esos ojetes. ¿Y qué me dices de los que se enfrentan a ellos? No es por la justicia sino por la supervivencia.
Siguieron caminando y se adentraron en la avenida. Al atravesar la calle de la Paz vieron el gran local del karaoke. Docenas de automóviles se paseaban por ahí. Iban y venían a lo largo de 800 metros y daban vuelta. Cuatro o cinco cuadras concentraban la luz de tres Aldamas. Bulbos, luz negra y láseres en el Chantilly Streapteaser, una bombilla sobre la carne de borrego, lámparas de halógeno en el camerino de Selenita, luces de neón en la puerta del Pirulí. En el extremo oriente, hacia los prostíbulos, se extendían los faroles mortecinos. En los pasillos de una zapatería iluminada por enormes lámparas de gas, una tribu de nahuas se aprestaba para pasar la noche. En el local de teléfonos había un foco sobre la mesa de la recepcionista, cuya intensidad era atenuada por un pañuelo rojo. Era también un expendio de periódicos. La noticia era la misma en todos los diarios: ``Aún no saben si fueron dos o tres disparon los que acabaron con la vida del candidato''.
Las piedras del camino, el ambiente denso, los ojos negros de Poli, las manos verdes de Aelita, el caballo trota bajo el peso del ego del tallador. En la esquina de los jugos el Ciego Melquiades conserva éxtasis debajo del hielo. Un cocuyo en ascuas sacude la arena vítrea que lo ocultaba. Hoy, todo mundo sabe que el chocolate negro es el único que puede ponernos bajo la protección de la Virgen y sus semillas sin pasar por un ``éxtasis místico''. ¿O acaso hay alguna otra defensa en este mundillo del Caro Señor? Adame miró a su alrededor. El tallador sabía dosificar las luces del zodiaco. Sintió seca la boca. Aelita lo tomó de la mano y lo jaló hacia la verja de una vieja casona donde ahora se servían tamales de la costa. Los comensales los barrieron con la mirada y siguieron comiendo.
No muy lejos de ahí, Selenita salió de su camerino y olvidó llevar dos pequeñas piedras a su boca, de manera que ese ámbar diera cierta frescura a su cuello lunar. Pensaba que no tenía brillo propio y que esas piedras térmicas, de colores resinosos, le darían el tono que había esperado toda su vida. Cuando el concierto jalara, saltarían chispas y las piedras de larga duración erizarían sus cabellos con latigazos de colores insospechados para cualquier grupero que se respetara. ``Todos debían tener una gema membranosa en la cabeza'', pensó Selenita, mientras Adame seguía internándose en la noche mineral. ``Las pirámides ya pasaron de moda, chato'', le dijo Selenita a un pretenso que le llegó con una pirámide como para ensartar a la borregada. Siguieron deslizándose, Adame y Aelita. Eran dos amantes en la tibia humedad del lecho. Aunque, si uno lo miraba bien, en realidad alrededor había puros crápulas de a centavito, cirigallos y azotacalles trajinados que se pavoneaban con el pasaje venido de otros pueblos. Tal vez Aelita le tenía reservado el limbo. Adame, confiado en que todo sería una ilusión pasajera, se embarcó con ella.
Una rendija se abrió en la nave de Aelita:
Martes y jueves, folk; lunes y miércoles, tex-mex; viernes y sábados, salsa; domingo en la tarde, rap... ¡Ladies and gens, madame et monsieur, damas y caballeros... Estas son ¡las noches del Nick! -decía la voz reverberada del animador-. ¡Yo sé que ustedes pueden hacerlo! Anoche una señora de Arizona se aventó durito y se llevó el CD de la semana con su propia tocada en vivo... y, sobre todo, con el aplauso de todos ustedes que nos halagan con su visita... Ya saben, sólo domingo por la noche es de Amérika, porque el resto de la semana es del amor, ¿eh?... Pero eso sí, ¡toooda la noche! ¡Bienvenidos a Nickoleodeon!, donde tú sí eres una verdadera estrella. Au revoir, Juanga, Adieu Luismi. Estas son las estrellas del futuro que arrasan, son el ácido universal que no tiene contenedor y cae y cae...
Un tipo con un armonio se levantó de una mesa, con tal entusiasmo que derribó la botella medio llena, o él así la vio, porque era un regiomontano optimista. Había tocado su pito en un karaoke de Harvard Square, ¿por qué carajos no iba a poder hacerlo aquí, en medio de este calor espantoso, alucinado por los rayos de los láseres en las cuatro esquinas de aquella gigantesca esfera suspendida sobre la luminosa avenida de la Paz?
-¡Vean, nuestra primera estrella se acerca!
Mientras el regiomontano hacía de las suyas, Aelita y Adame se colaron hasta una mesa, junto a tres gringos y tres reinitas locales que hacían y deshacían ``La Macarena''. Aelita le guiñó un ojo.
De pronto se acercó alguien que podía ser un mesero o un actor. Llevaba un uniforme negro y zapatos bajos y lustrosos, cuarteados y raídos por los costados. Su rostro era lleno y agradable y su nariz ligeramente desviada, como si se la hubiera quebrado y anduviera cerca de la cuarta operación. Sus cabellos estaban teñidos de un tono paja opaco. Estaba rizado en cortas ondas artificiales que lucían peinadas con hierro candente. No tenía buena figura. Sus tobillos eran gruesos y pesados, sus nalgas planas. Tenía buen porte. Caminaba como si fuese atractivo y lo supiera. Mientras les tomó la orden, daba toquecitos al pelo y a la nuca y sonreía a las mujeres instaladas en torno al mostrador.
-Dos vampiros.
-¿Alguna sangrita?
-No, un poco de moronga y cebollas.
El hombre se sentó y dijo estar esperando a su asistente, de nombre Asaselo, y que prefería ``navegar'' con ellos, si no tenían inconveniente. Aelita y Adame notaron el término náutico y se propusieron emigrar pero el hombre no los dejó. La esfera en la que estaba montado el karaoke comenzó a girar.
-Asaselo no llega.
-¿Tiene prisa?
-En cierta forma, sí. Aunque siempre estoy dispuesto a esperar.
-¿No tiene miedo de que nunca regrese? -dijo Aelita, poniendo al descubierto la mediana edad que mostraba el hombre aquel. Entonces, tal vez por el juego de luces, pareció que se hacía más viejo y los puños de su traje negro se veían más luídos. Sonrió, enseñando dientes amarillentos y separados, y les dijo:
-A veces creo que no voy a tener más que retirarme solo, abandonarme a mi suerte. Pero así es siempre. Pueden pasar segundos o minutos, horas o semanas, siempre vendrá un nuevo Asaselo y estará junto a mí una nueva eternidad.
Aelita y Adame apretaron sus manos. El hombre hablaba con tanta seguridad que el estómago se encogía. Su voz sonaba carente de acento; ninguno supo si era de este o del otro lado, de la capital, del Golfo o del Caribe.
-¿Y usted no hace karaoke? -dijo Aelita, tratando de zafárselo.
-¿Pero qué dices, princesa? -respondió y, antes de echarse en una carcajada cavernaria y profunda, agregó-: ¡Eso es precisamente lo que he estado haciendo los últimos tres mil años!
Aelita y Adame permanecieron como estatuas de sal. El hombre terminó de reír después de un lapso indefinido, al cabo del cual les dijo:
-Está bien, ya pueden irse.
Entonces Aelita y Adame sintieron la necesidad de levantarse y, tal como llegaron, salieron al aire húmedo y las luces azuláceas del neón golpearon sus ojos, dejándolos ciegos por un instante. Atravesaron los puestos de rosquillas, los carritos de hot dogs y hamburguesas con queso, los puestos de birria y tepache. Las luces dieron paso a las sombras en el camposanto, como la de aquel que fue desembarcado en Italia y fue desparramado para acabar de darles zoque a los fascistas, y luego lo transportaron a las ruinas de Francia, donde fue acantonado y una linda señorita se acercó a él y le dijo ``parlez-vous franais, monsieur'', y él contestó: ``No sé, pero arrímese cerquita y verá cómo a usted y a mí la vergüenza y hasta el habla se nos quita.'' Y después de mucho tiempo lo sacaron de sorpresa al Pacífico, y no le dieron tiempo de despedirse de su francesita y por eso, luego de darse unos buenos con los trompudos en Okinawa, regresó a beber cerveza. Hasta que murió de sentimiento.
Los espectros de artistas, pintores, camellos y vagos se arremolinaron cerca del cementerio. Ahí les dieron madera y piedra para que pudieran formar un gran jacal. Una sombra hacía surcos mientras la huesuda llena de luz calcificada le preguntaba a una llorona: ``Dispense usted, señorita, ¿de qué parte viene usted?'' Y la chavita, con voz lastimera le respondió: ``Venimos de San Antonio y de aquí pasamos pa'l west.'' Y en el fondo del abismo, mientras la nave de Aelita alcanzaba la velocidad límite de los cuerpos masivos, aparecieron sobre la tierra los restos de un bootlegger que se había dedicado durante los años del prohibicionismo a revolver mezcal con saida picada, y se la pasaba bien tigre en su casa de Aldama. Hasta que un día lo mandaron a la congeladora de dos tiros en la cabeza. Los buitres y luego los cuervos y más tarde los roedores se sirvieron de sus entrañas y su cuerpo entero, hasta que nada quedó más que la osamenta en pedazos.