MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Luna de octubre
Hoy tuvimos la primera celebración familiar en la que ya no estuvo presente mi madre. En los meses anteriores ni mis hermanas ni yo hablamos acerca de lo que haríamos este 10 de mayo. Creo que todos pensamos en asistir al panteón y concentrarnos luego en nuestras casas, con nuestras familias, para saltar por encima de la fecha --como si no existieran todos esos indicios que le dan un acento distintivo: congestionamientos, menús especiales a mitad de precio, restaurantes atestados, anuncios de páginas enteras que intentan convertir ropas infames y utensilios domésticos en ``el regalo ideal para mamá''.
Nuestra decisión de ignorar la fecha se desactivó cuando, hace una semana, mi tía Teresa nos llamó por teléfono para invitarnos a comer, como los tres últimos años, en su casa. No habríamos tenido pretexto para rechazar la invitación ni siquiera si el 10 de mayo hubiese caído entre semana porque nuestra anfitriona tuvo el cuidado de decirnos: ``Y ya saben, para que no haya problema, dejamos la comida para el domingo''.
Cuando escuché esa frase me emocioné. Mi madre acostumbraba pronunciarla en toda celebración relacionada con su persona. Dispuesta a festejar puntualmente las fechas significativas para su marido y sus hijos, ella nunca dudó en posponer el festejo de sus santos cumpleaños hasta el domingo siguiente. Esa forma de expresarnos su propósito de no interferir en nuestro ritmo de vida se le volvió obsesión a partir de que enviudó y hasta el último minuto de su existencia.
Comprendo que es absurdo pensar que alguien pueda elegir el día de su muerte; sin embargo, tomando en cuenta la manía de mi madre por restarle importancia a lo suyo, me parece muy significativo que haya muerto un sábado en la mañana: el domingo todos pudimos asistir a su entierro y ella se fue de este mundo con la tranquilidad de no haber obligado a nadie a modificar su rutina.
A la muerte de mi padre, mi mamá insistió en permanecer en su departamento y reconoció que era imposible rechazar la ayuda económica de sus hijos. Aunque no lo manifestó, el apoyo que con tanto gusto le brindamos la hizo sentir que perdía independencia y autoridad ante nosotros; quizá por eso se aferró en conservar ciertos hábitos, en especial el de que fuéramos a comer con ella los domingos --incluidos los más próximos a sus santos y cumpleaños y, por supuesto, el 10 de mayo--. En esas fechas todos le llevamos obsequios que, hoy me di cuenta, debieron hacerla sentir poco halagada y cada día más viuda.
Mi madre le sobrevivió a mi padre cinco años. Contra lo que esperábamos, en el 94 decidió quitar su departamento y aceptó cambiarse a la casa de la tía Teresa. Para defender su decisión sin herir nuestras susceptibilidades, hizo un razonamiento sencillo y lógico: ``Mi hermana vive sola y en planta baja. A lo mejor para ustedes esto no es importante, para mí sí. Déjenme decirles que conforme pasan los años uno se vuelve más chaparrita pero las escaleras crecen''.
Todos nos dimos cuenta de que esos motivos ocultaban uno quizá tan importante como los otros, pero también mucho más cruel y áspero: la crisis económica. Aunque procuramos disimularlo, adivinó las repercusiones que el problema general iba teniendo en nuestras vidas; al fin acabó por comprender que para nosotros --tan dispuestos a respetar su independencia-- mantenerla en su departamento era una carga que nos imponía grandes sacrificios.
La mudanza de mi madre al departamento de mi tía Teresa ocurrió un domingo. El ajetreo y el desorden de cajas y maletas no impidió que, según la costumbre, nos sentáramos a comer a las cuatro en punto. Hoy respetamos ese horario; sólo que mi madre ya no estuvo presente en la reunión.
Aun cuando insistimos mucho, mi tía Teresa se negó a ocupar el sitio que tres años ocupó mi madre ante la mesa. Yo también rechacé la distinción que, como hija única, me correspondía y ninguna de mis cuñadas se sintió con derecho de aceptarla.
Ver la silla vacía fue terrible. Por más que pretendimos ignorarla no conseguimos evitar que nos lastimara aquella mínima y última evidencia de la muerte. Logramos escapar del dolor apenas aceptamos, sin decirlo, que si algo quedaba de mi madre era el recuerdo.
Mi tía Teresa nos refirió el único viaje que hizo al mar acompañada de mi madre; la descripción de incidentes y atuendos fue muy graciosa y nos dio oportunidad de proteger con risas las lágrimas de pena. Mi hermano Daniel agradeció otra vez el aplauso con que mi madre quiso darle ánimos un 10 de mayo en que, siendo niño, olvidó la recitación que debía declamar ante un auditorio repleto de visitantes.
Julián sacó de su cartera el retrato que un fotógrafo callejero les había tomado, a él y a mi mamá, una mañana de septiembre en pleno San Juan de Letrán. Mauricio aseguró que hasta la fecha jamás había comido algo tan exquisito como las manzanas al horno hechas por mi madre; su mujer, Ana Luisa, aprovechó para recordarnos la preferencia de su suegra por los colores oscuros.
La referencia de Ana Luisa me obligó a volverme hacia la ventana, donde estaba la Singer. Recordé las muchas tardes que había visto a mi madre inclinada sobre la máquina, bordando en carpetas y manteles sus flores predilectas --crisantemos-- mientras cantaba en voz muy baja siempre la misma canción: Luna de octubre. Lamenté no haberle preguntado a mi madre qué significaba para ella la canción. Mi arrepentimiento aumentó cuando me di cuenta de que ya nunca lo sabría.
El resto de la tarde me entristeció pensar en las muchas cosas que ignoraba acerca de mi madre. Cuando llegó la hora de despedirnos, mi tía Teresa me pidió que me quedara un momento más. Deseaba cumplir con la obligación pospuesta un año por mi culpa: entregarme las últimas pertenencias de mi madre.
Encontré la recámara exactamente igual que como ella la había dejado. Lo único fuera de lugar eran las cajas ordenadas junto a la puerta. Gracias a que estaban rotuladas con mucha claridad no necesité abrirlas para saber el contenido de cada una; sin embargo, para tranquilidad de mi tía, prometí revisarlo en cuanto llegara a mi casa.
Respeté mi promesa. Al levantar las tapas me envolvieron los restos del olor de mi madre y recuperé la sensación de tranquilidad que me embargaba en cada uno de sus abrazos. Luego fui sacando objetos y prendas que eran una referencia a nuestra historia compartida. Quizá por eso me sorprendió tanto encontrar, oculta en el fondo de la caja, una bata china de seda palo de rosa.
Estuve mucho tiempo preguntándome si la bata sería de mi madre y, en tal caso, cuál era el significado de algo tan lujoso enmedio de un montón de vestidos pardos que justificaban su falta de gracia en un exceso de comodidad. No tardé mucho en darme una respuesta: aquella prenda era, lo mismo que su costumbre de cantar Luna de octubre, la sutil protesta de mi mamá contra el mundo que, al darle el título de madre, le había arrebatado el de mujer.