El presidente argentino Carlos Saúl Menem, pocos meses antes de la visita de Clinton a su país, propone nada menos que la creación de una fuerza intercontinental, con cárceles y tribunales especiales, para el combate contra el terrorismo, el narcotráfico y el lavado de dinero. Esta propuesta es la traducción al castellano del caudillo de la provincia de La Rioja, de una idea similar sobre la cual viene insistiendo el gobierno de Estados Unidos y que ha sido rechazada, con fuertes razones jurídicas y por obvios motivos de defensa de la soberanía de cada país, por las naciones latinoamericanas.
Si se considera el papel que han tenido las fuerzas especiales de Estados Unidos (junto a las de Israel) en el reciente caso de la residencia del embajador japonés en Lima, los esfuerzos constantes realizados por Washington para involucrar a México en una acción conjunta permanente en esos terrenos, el hincapié del presidente Clinton en su reciente visita a Costa Rica sobre el problema de la lucha común contra esos flagelos y si se recuerda, en particular, que el actual zar antidrogas, Barry McCaffrey, fue jefe de la Fuerza de Intervención para América del Sur con sede en Panamá y que Estados Unidos ya ha propuesto una Fuerza Aérea Panamericana para el combate a las drogas (que la propuesta de Menem complementaría), se ve que hay una continuidad y una coherencia en la política estadunidense para el ``patio trasero'' y entre la misma y la propuesta menemista.
En realidad esta propuesta se parece, como una gota de agua a otra, a las que promueve el Departamento de Estado sin perder ocasión, y el carácter panamericano de la fuerza que patrocina Menem confirma que su eje estaría colocado, vaya casualidad, en el país de la Organización de Estados Americanos (Estados Unidos) que, parafraseando a George Orwell, es ``el más igual de los iguales'' y quiere transformar a la OEA en una superpolicía.
La fuerza propuesta por Menem, puesto que las leyes y tribunales existen a nivel de cada país y no en escala americana, dependería sólo de los gobiernos. Estos, por lo tanto, serían a la vez juez y parte en lo que se refiere a la determinación de qué es terrorismo (y no legítima reacción a la opresión o justa resistencia civil) y quiénes son los narcotraficantes: un claro ejemplo de lo que podría suceder lo da precisamente Perú, donde Vladimir Montesinos, asesor presidencial, ha sido reiteradamente acusado de estar profundamente ligado al narcotráfico.
La represión y el encarcelamiento de los reprimidos (si no su muerte violenta) escaparían igualmente a la jurisdicción de los parlamentos, las leyes y los tribunales nacionales y serían decididos en el extranjero y por la mayoría de los gobiernos, muchos de los cuales se apoyan sólo en una pequeña minoría de sus conciudadanos y provocan, con sus políticas, la rebelión o la protesta.
De este modo, el nuevo Medioevo resultante daría al Señor y a sus vasallos el poder judicial, el legislativo y el militar.
El presidente argentino, a juicio de sus opositores y detractores pero también de muchos de sus partidarios, no sabe refrenar su locuacidad, sobre todo en las campañas preelectorales. Sus desplantes son múltiples y, por lo tanto, nunca se sabe bien cómo tomar cada una de sus declaraciones y si las mantendrá o las corregirá de inmediato. Pero, como las palabras tienen peso y son como piedras, una vez lanzadas se transforman en un hecho que no puede ser soslayado y deben ser evaluadas en homenaje a la seriedad de las instituciones en cuyo nombre habla gente que no siempre es igualmente seria.
Por consiguiente, si la de Menem no es una puntada más, es evidente que sus palabras deberían tener una respuesta sensata de las cancillerías latinoamericanas para las cuales la palabra ``soberanía'' mantiene aún algún sentido.