Fue secuestrada en 96 para que confesara sobre una fuga de reos
Pascual Salanueva Camargo /I Ť Los conductores de la motocicleta escarlata con franjas grises y el Spirit color vino voltearon a mirarse. Intercambiaron discretamente algunas señales. El motociclista asintió con la cabeza y se lanzó en pos de un segundo Spirit azul cielo, que iba sobre la misma avenida Río Churubusco. Tan pronto se le emparejó, extendió el brazo derecho y le indicó al hombre que iba al volante que se orillara.
El motociclista rebasó al automóvil. Sin embargo, unos cuantos metros adelante detuvo la carrera. Por su parte, el conductor del Spirit no tuvo más remedio que frenar bruscamente para evitar arrollarlo.
Con pasos presurosos, el motociclista llegó ante el conductor del Spirit. Y mientras le reclamaba su supuesto exceso de velocidad, se le unieron los otros tres hombres y dos mujeres del Spirit color vino.
La mujer que estaba sentada al otro extremo del volante trató de aparentar calma. Llevó a su boca la barra de chocolate que tenía en las manos y le dio una mordida. Uno de los desconocidos, molesto por su actitud, se la tiró al suelo de un manotazo.
Del otro lado, el motociclista y uno de los recién llegados terminaron de desprender al conductor del volante y se lo llevaron consigo. Su acompañante ya no pudo ver más, porque en ese momento las otras dos mujeres la prendieron de los cabellos y la sacaron del vehículo.
--¡A ver hija de la chingada, ahorita nos vas a decir a dónde iban con tanta pinche prisa! --exclamó una de las mujeres del grupo.
--Tranquila, no te aceleres --alcanzó a responder la aludida.
Prendida aún de los cabellos, giró la cabeza hacia atrás y descubrió al Spirit color vino. En la defensa delantera no tenía ninguna placa. En ese momento recibió un fuerte golpe en la cabeza. El impacto hizo que se le doblaran las rodillas. Antes de que cayera el suelo, los dos hombres que estaban a su lado la cargaron en sus brazos y le cubrieron el rostro con un suéter.
Seis de la tarde del 18 de octubre
Eran las seis y media de la tarde del 18 de octubre de 1996. El tránsito en Río Churubusco y Añil era escaso.
Los dos hombres pusieron a la mujer en el piso de la parte posterior del Spirit color vino y se instalaron en el asiento de adelante. Una vez que las otras dos mujeres del grupo terminaron de acomodarse en la parte trasera, el automóvil arrancó a toda velocidad sin que nadie se preocupara del otro Spirit azul cielo.
--¡Sabemos que tú eres la buena, así que vas a decirnos dónde está la bodega con la mercancía! --masculló una de las mujeres que iban en el asiento posterior mientras le asestaba a su presa varios puntapiés en el costado derecho y cuya acción fue secundada por su compañera.
Las preguntas sobre la bodega prosiguieron a lo largo de varios minutos. Y como no hubiera respuestas, arreciaron los puntapiés.
El Spirit color vino se detuvo. La mujer, con el suéter en la cabeza, fue sacada del automóvil. Sujetada por los brazos, subió por una escalera circular. Caminó después por un piso plano y tras recorrer algunos metros fue obligada a detenerse. Escuchó que alguien tocaba una puerta, y al abrirse la empujaron hacia el interior.
Sus pies sintieron el piso mullido. La misma voz de mujer que había escuchado adentro del autómovil le dijo en tono perentorio que se hincara. Por los murmullos y sonidos de radiotrasmisores y teléfonos que surgían a su alrededor se imaginó que estaba en una oficina.
--¿En dónde estamos? --preguntó con voz apagada por el miedo.
--Más te vale que no empieces a gritar ni nada. Estamos en una vecindad que está en las afueras de la ciudad. Así que aunque grites nadie te va a escuchar --la reconvinieron.
--Está bien. Nada más quiero que me digan por quéestoy aquí --replicó con humildad.
--Te trajimos aquí para que nos digas qué sabes de la fuga que hubo hace tiempo en el Reclusorio Sur y en la que participó tu marido José Luis Ixtolinque Romero.
María de los Angeles Plancarte Costilla evocó a su esposo. En los pocos años que llevaba preso ya se había fugado en dos ocasiones. Y más recientemente lo había intentado una vez más. Sólo que esta vez no pudo llegar lejos. Lo habían recapturado apenas había traspuesto el umbral del penal. Por ese motivo, apenas unas semanas antes lo habían trasladado al penal de Puente Grande, Jalisco.
--¡Tú sabes en dónde están los presos que se fugaron! Lo sabemos porque desde hace tiempo intervenimos tu teléfono y tenemos grabadas varias de tus conversaciones --le advirtió una voz masculina.
Y como negara saber el paradero de los prófugos, alguien accionó una grabadora muy cerca de su oído. María de los Angeles reconoció su propia voz y la de uno de los amigos de José Luis.
--¡Es a ti a la que le hablan! --confirmó el hombre que estaba a su lado.
--Sí, es a mí a la que le hablaron por teléfono; pero también ya deben de saber que me habla mucha gente a mi casa.
La clásica: con agua mineral
Las voces a su alrededor se apagaron y escuchó el estruendo de una corcholata al ser botada de un envase de agua mineral. La efervescencia del líquido se fue haciendo más nítida a sus oídos. Repentinamente sintió cómo el chorro de agua se introducía impetuosamente por su nariz y parecía quererle desprender la cabeza. Con todo, aguantó una sesión más de agua mineral, tras lo cual quedó inerte.
Recobrada la conciencia, la interrogaron nuevamente acerca de la fuga. Para hacerla hablar, uno de sus torturadores la previno de que si no cooperaba la enviarían al reclusorio. Era de lo más fácil. Bastaba con inventarle cualquier cosa o ponerle cocaína en su bolsa de mano.
Como no obtuvieran respuesta, la gol-pearon en la cabeza y en los costados. María de los Angeles cayó al suelo y la patearon, mientras alguien le pellizcaba los senos. Los golpes cesaron.
Por encima del suéter le pusieron una bolsa de plástico, la cual fue cerrada por unas manos a la altura del cuello. Debido al bulto que hacía la prenda, el nuevo tormento no surtió el efecto deseado. Entonces le quitaron el suéter y le ordenaron que cerrara los ojos y por ninguna circunstancia los abriera. Le impusieron la bolsa de plástico y la víctima acabó por derrumbarse.
Unos fuertes jalones de cabello la hicieron reaccionar. Enseguida le pusieron la llave china en el cuello. La obligaron a arrodillarse y le aplicaron toques eléctricos en la cabeza.
Apenas estaba reponiéndose de este nuevo suplicio cuando una mano la jaló del tobillo, haciéndola rodar por el suelo. La voltearon hacia arriba y le abrieron las piernas.
--¡Lo que es que de ésta nadie te salva: te vamos a violar entre todos! --escuchó decir a uno de los hombres que forcejeaba con ella.