La Jornada sábado 10 de mayo de 1997

POR SUS FRUTOS LOS CONOCEREIS

La discusión sobre los eucaliptos y, de modo más general, sobre la forestación con esta especie, corre el riesgo de caer en el bizantinismo.

Como se planteó hace unos años en la FAO, no existe un árbol ``fascista'' y lo que corresponde discutir es dónde, cómo y para qué se lo planta. Es en la práctica social, por sus ``frutos'', donde se conocen los efectos de las modificaciones ambientales y productivas.

Evidentemente, allí donde existe abundancia de agua y no hay, en cambio, árboles o donde los eucaliptos no ``se comen'' a la gente ni a otros árboles o vegetales útiles, la plantación, incluso bajo la forma del monocultivo, no causa daños ni sociales ni ambientales y, por el contrario, puede ser beneficiosa, y no solamente desde el punto de vista económico. El problema se presenta bajo una forma diferente en muchas zonas del planeta donde coexisten multitud de especies nativas con comunidades rurales que viven del bosque y con el bosque y no sólo practican la agricultura sino una sabia mezcla entre ésta, la ganadería, con ganado menor o mayor, la recolección y la caza, según las estaciones. En tales casos, y particularmente en las pocas reservas de fitoplasma existentes (entre las cuales sobresale todo el sudeste de nuestro país, donde sobrevive con dificultad el único bosque tropical húmedo de Norteamérica), la introducción de una especie exótica, sobre todo en condiciones de monocultivo, puede resultar, por el contrario, desastrosa.

La cuestión, por consiguiente, no debería ser considerada solamente desde el punto de vista de las cifras frías sobre los rendimientos de una inversión o de la relación costo-beneficio desde una perspectiva económica, sino con un enfoque más global, polifacético y democrático.

En otras palabras, son las comunidades, especialmente indígenas, de las zonas donde se piensa plantar masivamente esa especie exótica, las que deben evaluar el asesoramiento correspondiente de botánicos, agrónomos, ecologistas, sociólogos, economistas, de las organizaciones no gubernamentales nacionales y/o extranjeras, si el empleo que se les promete para hoy y mañana no significará su ruina pasado mañana y, además, la ruina del ambiente, pues podría provocar la desertificación y la consiguiente emigración de los ``beneficiados'' con el maná prometido. Ellas deben ver el problema de los costos-beneficios desde el punto de vista cultural, social, del empleo, de la preservación ambiental (que es la de su modo de vida) y no solamente desde el punto de vista de los balances positivos de las empresas forestales o, incluso, desde el de una posible fuente de trabajo fija durante cierto lapso, con un ingreso muy modesto como jornaleros (pues eso serán, al fin de cuentas, y no ``asociados'', como se les plantea).

El árbol, por lo tanto, no es ``fascista'', como se discutió en el caso de Portugal o en el de varios países asiáticos. Pero la decisión de plantarlo o no puede ser, en cambio, la prueba de la existencia de un régimen democrático. No corresponde, pues, una decisión apresurada al respecto, sino que habría que introducir una amplia discusión técnica, científica, social y cultural a escala de las regiones afectadas y no sólo de éstas, porque está en juego el uso de los recursos (agua y suelo, en particular), la sostenibilidad de los cultivos y, sobre todo, la calidad de la vida, ya ínfima, de las comunidades que no pueden jugarse su destino a la ruleta.