Ilán Semo
Camille Claudel: la soledademancipada

Hay una estatua de Camille Claudel que evoca la leyenda hindú de Sakuntala. La concluyó en 1889 cuando apenas contaba 26 años. El rey y su esposa Sakuntala se encuentran en el Nirvana después de haber sido separados en la tierra. El abandono, título involuntario del misterio que el tiempo depositó sobre esa figura, imagina el rencuentro de los amantes. La reina coloca suavemente la cabeza sobre el hombro del rey que ha caído de rodillas frente a ella; hay un beso en la quietud; los dos rostros se confunden; Sakuntala cierra los ojos: implora eternidad; el rey, inundado de dicha por haber reconquistado a su amante, la toma con los brazos por la delicada cintura. Maurice Blanchot, que alguna vez fue sorprendido por la enigmática pieza en un despreocupado museo provincial, redactó la impresión acaso más perdurable que conocemos de ella: ¡Relámpago de tristeza eterna!

Jeanne Fayard ha concluido que El abandona representa ``la respuesta'' de Camille Claudel a El beso, la célebre estatua de Auguste Rodin, su más necio e inabarcable amor. Es una hipótesis seductora. El abandono recoge la épica de dos cuerpos que se reunen y nunca se encuentran; la épica de la ausencia incorregible, la fractura, el tocándonos-no-estamos, el cuerpo que ha perdido el habla, la sin respuesta. El beso, por el contrario, es un homenaje a la ilusión de la presencia: el cuerpo-espectáculo, el cuerpo-mármol, la fantasía de la perfección, el huir del fantasma de la obsolescencia, un yo que apenas acompaña al otro, que apenas lo roza... en la boca.

Camille conoció a Rodin a la edad de 20 años. El escultor, casado con Rose B., una ama de casa resignada y a veces confundida, ya gozaba, a sus 44 años, del prestigio y de los privilegios de la élite de artistas protegida por la Academia Francesa. Durante más de siete años vivieron --como diría Rainer-Marie Rilke en su ensayo sobre ``el álgebra de las rocas''--, al amparo ``no de un amor, sino de una historia universal de la euforia y de la disolución''. Camille vivió, estudio y trabajo en sus talleres. Toleró que firmara sus obras (como se acostumbraba en los grandes obrajes de escultores del siglo XIX). Militó por él. Lo amó. Le concedió dos abortos. Pero, sobre todo: lo ilustró y lo reformó con la inteligencia de su dolor. El dolor de una mujer --¿la mujer?-- que luchó sin ceder ni conceder por despojar al arte y a la vida del vacío de la culpa, el desamor y las convenciones estéticas de la era victoriana.

Si las primeras piezas de Camille llevan el sello del estilo de Rodin, las obras consagradas de Rodin llevan el sello inconfundible de la mirada de Camille. A los cuerpos de Rodin los designa una metáfora que resume a la estética victoriana: el espejismo que conjuga a lo sublime con la liviandad. Volar para ser etéreos es la consigna de los cánones estéticos de la era del progreso. Los cuerpos de Camille, en cambio, son zonas del desgarraiento y la devastación: un espejo del alma. Rodin, en su última época, acabará por ceder frente a este ``estilo''.

Rodin abandonó a Camille. Más aún: la quiso hundir en el anonimato y en el olvido. La Academia la castigó con el rechazo, el desprecio y el retiro del apoyo. Su obra ``hería el buen gusto''. La familia la confinó en un hospital siquiátrico para, en realidad, ``salvar el nombre''. Todos los infiernos del mundo moderno en una frágil vida. Camille Claudel no cedió. Emancipó la soledad. La convirtió y se convirtió ella misma en una obra de arte. Esculpió, no las utopias de la felicidad que nos proporciona la ensoñación del cuerpo como Rodin, sino la terrible historia de su alma y, con ello, la historia del alma.