Mi culto y distinguido amigo Roberto Mares, coyoacanense por los cuatro costados y devoto amante del saber superior, halló y me relató el caso a la vez extraño, real y literario de don Concho, un peculiar felino entre los no pocos que suelen deambular día y noche por los viejos caseríos de la antigua villa que fundara Hernán Cortés luego de la devastación del aguerrido pueblo azteca. Con el uso de sofisticados instrumentos, ideados durante la guerra fría, y la oportuna ayuda de la doctora Alma E. Barahona, especialista única en psicología y lenguas felinas, logró enterarse Roberto de los más escondidos sentimientos que lentamente inundaron la conciencia que, al fin, lanzaría a don Concho hacia la derrota inevitable.
En su primera juventud don Concho era más enclenque que atlético, arropado en modesta cuna y sin alientos para superar los muchos e inesperados peligros de la vida. Sin embargo, algún escondido cromosoma genético virtual primero y después actual lo decidió a enfrentarlos con valentía, escuchado en las cuidadosas atenciones que se le prodigaran en el hogar de Roberto; y la confluencia de estos factores originó el cambio temperamental que le descubrió secretos claves de la existencia: pronto advirtió, don Concho, la bondad de sus aguas menores vertidas en el espacio que se le dedicaba; este espacio, bañado con peculiares olores, convertiríase en maravilloso territorio exclusivo; y entonces se vio pleno de una fuerza hasta entonces desconocida. El primer territorio no le era plenamenta satisfactorio; resultaba necesario extenderlo más y más en otras recámaras, en las salas, en los jardines y las azoteas circundantes del lugar, aseguradas, las siempre aumentadas posesiones, con las afiladas uñas y los agudos colmillos que derrotaban resistencias y oposiciones de los otros gatos del vecindario transformados, ahora, en súbditos obedientes, sencillos y dulces, ante el cada vez más indisputable señorío de don Concho. Pero el indetenible transcurso del tiempo y el ingenio de la desesperación, atizado seguramente por ardientes necesidades y estrecheces inaguantables, provocaron un desafortunado día las múltiples rebeliones que inutilizaron las armas del emperador y lo expulsaron herido, sangrante y lleno de terror, del campo de batalla.
El siguiente capítulo es casi obvio, Roberto y la doctora Barahona recogieron los restos del hasta ese momento implacable Goliat, en artículo mortis, interrogándolo de inmediato para escudriñar en los secretos de los tonantes impulsos que lo dejaron en tan lamentable estado. Con palabras aglutinadas y ciertamente confusas, don Concho hizo breves y aleccionadoras declaraciones. Su empuje imperial, dijo, de ninguna manera correspondíase con nada personal, y sí con energías cabalmente objetivas, ajenas a cualesquiera subjetividades y disparadas por un afán hegemónico capaz de proporcionarle goces infinitos. Antes que nada abundantísimos y variados platillos de ratones tiernos, consumidos en dionisiacas orgías con las más bellas gatitas vírgenes de la región, en un entorno de ocios paradisiacos, cantos celestiales y tentaciones demoniacas. Y en segundo lugar, la adorable soberbía que lo convertía en un eterno dios omnisciente, omnipotente y omnisoberano. El fin de la historia, según la ya no tan aplaudida teoría del sabio japonés-americano, cuyo nombre don Concho había olvidado. Lo que pasa, agregó antes de la última exhalación, es que mi condición de gato me marginó del estudio de la historia humana, y nunca supe que malgré tout los imperios, por gigantesos que sean, terminan cayéndose a pedazos.
Claro que la historia de don Concho no tiene importancia alguna para la política internacional que Washington aplica en México y el resto del continente; pero en la perspectiva histórica que don Concho señaló antes de su fallecimiento, las cosas podrían ser distintas. Es verdad, las ambiciones de dominio y el aplastamiento de los pueblos no conducen a la victoria, aunque los señores del dinero sean dueños de todos los cañones y las ciencias destructivas. En la expoliación de los demás sólo se cultivan coronas del fracaso. Por esto vale preguntar, ¿será la lección de don Concho útil a mister Clinton? La respuesta no está a la mano; pertenece al porvenir.