Ahora visito Filadelfia, cuna de la democracia, o así se asegura por lo menos, con sus estatuas, su ancho río, sus avenidas, su gran estación de ferrocarril renovada con enormes lámparas art deco --menos hermosas ¡qué duda cabe! que las de Bellas Artes-- una estatua gigantesca, una especie de ángel en mármol oscuro (¿o es metal?) que acoge al viajero con sus brazos-alas extendidos, nostálgico de imperio. Varias ventanillas y pocos empleados, todos de color indefinido, ninguno blanco. Y muchos expendendores de boletos automáticos con números, letras, botones incomprensibles, al menos para mí, que tengo que hacer una larga cola para conseguir mi boleto. (Cualquiera diría que quiero volver a la época de las cavernas).
Tomo un taxi, es un chofer ruso, apenas balbucea el inglés mientras oye a otro taxista ruso que le da instrucciones en el walkie talkie. Desde la ventanilla observo el panorama, es hermoso, hasta majestuoso, antes, desde la ventanilla del tren, iba viendo los grandes edificios en ruinas, los cementerios de automóviles, los montones de basura plástica, la decadencia. Voy directo al museo, grandísimo, desde una eminencia que mira hacia el río, columnas gigantescas de mármol que reconstruyen viejos imperios e hiperbolizan el modelo esencial, el British Museum, desplazándolo por la desmesura.
Voy directo hacia la sala Duchamps, es pequeña, con algunos cuadros que se antojan pintados aún dentro de la tradición, unos ajedrecistas jugando en una mesa colocada sobre el pasto, concentrados en el juego, al lado dos mujeres, una sentada ante otra mesa con una tetera o cafetera, algunas tazas vacías; la otra mujer sentada en el pasto, distraída, pensando en cosas de mujeres: el cuadro es de 1910. Enfrente, otro cuadro de ajedrecistas de 1911, totalmente transformado, están sólo los jugadores pintados en tonos de café y tonos grises, blancos. Ya es Duchamps, la descomposición de las figuras, una especie de cubismo sui géneris. Y al lado varias mujeres tocando en un conjunto de música de cámara, desvanecidas, como si se pintase en el cuadro la música. Y, luego, claro, los ready made, la rueda de bicicleta, el molino de chocolate, la novia desnudada por sus solteros, un libro con dibujos y el transparente inconcluso definitivamente.
En otra sala una serie de 10 cuadros de Cy Twombly que revisan la tradición clásica, la historia, están inspirados en la traducción que Alexander Pope, el poeta inglés, hiciera de La Ilíada, son, entonces la traducción de la tradición, a su vez traducida a pintura. Cada cuadro lleva un título, recuerda los grandes episodios y los grandes héroes de la guerra de Troya, la grandeza se traslada a grandes telas cubiertas apenas por manchas y garabatos, por palabras rodeadas de borrones, algunos fuertemente coloreados, como el que representa en sucesión horizontal a Aquiles, una encendida mancha roja; a Patroclo, mancha en donde el rojo se difumina y, por fin, la mancha deslucida que dibuja a Héctor; otro cuadro tiene simplemente letras que conforman nombres, destaca el de ``Cassandra'' en trazos fuertes pero deformados, degradados y que se combinan con los de Príamo, Hécuba, Andrómeda, dan cuenta de un final terrible, el fin de la escritura, el fin de la historia, la letra derruida, el alfabeto confundido, enfrente, imaginamos, está el procesador de palabras, el e mail, el Internet que no necesitan de los trazos firmes y seguros que aprendían los niños cuando hacían sus pininos en la letra Palmer.
Recuerdo a Kenzaburo Oé en nuestro Centro de las Artes, firmando libros con una pluma especial Mont Blanc de punta gruesa, para firmar en japonés; otra más ordinaria de punta delgada para firmar con caracteres latinos. Salgo, continúo, retrocedo, un enorme Anselm Kiefffer, llamado Nigredo, reproduce en pintura la imagen que en mi cabeza ha sembrado Filadelfia con su deseo infinito de grandeza expresado siempre en formas hiperbólicas, como si sólo los grandes espacios o las grandes alturas tradujeran el sentido del imperio.
Camino, una gran colección de armaduras medievales, lanzas, hachas, escopetas, cotas de mallas, escudos formidables, muchos niños de primaria mirando las armas con fascinación, luego, varias salas que albergan claustros románicos, góticos, altares, traídos pieza a pieza desde Europa para rescribir y apropiarse de la historia; cuadros con antiguos donantes, maiólicas de los della Robbia, un pálido Corregio, varios Tizianos, muchos pintores sieneses y, por fin, en otra especie de altar, un díptico extraordinario de Roger Van der Weyden, a la derecha el Cristo crucificado, atrás, y sobre un muro gris que limita el horizonte, un paño rojo, a la izquierda la virgen de azul claro con las manos en alto, desesperadas, la consuela sin mirarla San Juan con una túnica de un rosa maravilloso, clara e inefable, atrás, el mismo muro gris, el mismo paño rojo. Su belleza hace enmudecer. Vuelvo a recordar a Twombly y sus cuadros que nos hablan del fin de la historia, el de Van der Weyden permite recuperarla. Acabo comiendo en El perro blanco. en la calle Samson donde vivió madame Blavatzki, la inventora de la teosofía y a quien tantos artistas veneraron.