A pesar de los pronósticos en contra, la Historia sigue su curso, pero parece que la Revolución Conservadora ha llegado a su fin. El último de sus bastiones, el número 10 de Downing Street, en Londres, fue ocupado por un laborista descolorido y, a lo que se ve, un poco confuso ante el aplastante electoral que obtuvo el primero de mayo.
Los tiempos en que el pobre Océano Atlántico tenía a Reagan en una de sus orillas, y a Thatcher en la otra (o a sus remedos respectivos, Bush y Major), dejan el sitio a la época Clinton-Blair, dos dirigentes que no se han propuesto revivir la edad de oro del Estado de bienestar, pero que en muchos terrenos han tomado distancia inequívoca con respecto al neoliberalismo salvaje de los años ochenta.
Ahora que el capitalismo se ha implantado en casi todo el mundo, y cuando, electoralmente hablando, lo único importante que queda de la izquierda es la centroizquierda, habrá que aprender a distinguir la infinita gama de grises en que se han transformado las políticas económicas.
En los últimos treinta años las cosas se han sedimentado --y mezclado-- lo suficiente como para que hoy sea imposible poner de nuevo a pelear a Keynes y a Friedman, como se hacía en los setenta. Un deslinde más moderno puede encontrarse en Michel Albert (Capitalisme contre capitalisme, Seuil, 1991), quien marca las diferencias entre el ``capitalismo anglosajón'' consolidado en tiempos de Thatcher y Reagan, basado en el éxito individual y el beneficio financiero a corto plazo, y el ``modelo renano'', que se ha desarrollado en Alemania, Holanda, Suiza, los países escandinavos y, salvando las diferencias culturales, en Japón, y que valora el éxito colectivo, el consenso, la inquietud por el largo plazo.
Hace seis años Albert dijo que ambas propuestas estaban destinadas a entablar ``una guerra subterránea, violenta, implacable, pero amortiguada e incluso hipócrita... una guerra entre hermanos enemigos, armados de dos modelos surgidos de un mismo sistema''. Más que el triunfo de los laboristas, la derrota de los conservadores en Gran Bretaña parece ser ahora un capítulo decisivo, y acaso final, de esa guerra. El neoliberalismo puro y duro subsiste, ciertamente, en las burocracias de los organismos financieros internacionales y en un barrio periférico de la economía global: América Latina. Pero las economías más poderosas del mundo se encuentran en manos de políticos que acaso no sepan muy bien lo que quieren, pero que en todo caso saben lo que no quieren: repetir la aplicación a rajatabla del simplismo friedmaniano que preconiza reducción fiscal, control estricto de la moneda, desregulación y privatización.
Más allá del ámbito económico, en los gobiernos no neoliberales hay una visión de futuro --cosa ausente en los yuppies tradicionales, quienes prefieren beneficiarse del futuro que ya se ha hecho presente-- que toma en cuenta nuevos factores de desarrollo como la información, la tecnología de punta, la educación profesional y las telecomunicaciones.
En lo poco que queda del siglo, las lesiones sociales dejadas por el neoliberalismo se irán asimilando a la historia, y sobre ellas habrán de construirse propuestas nuevas.
En América Latina tenemos, antes, el pendiente de ver de qué manera nos deshacemos de una ideología hoy residual y obsoleta, pero aún feroz, que permanece en el poder en casi todos los países del continente y que hace ya más de quince años que no nos deja vivir en paz.