En el contexto de la visita del presidente William Clinton a México, los titulares de la Procuraduría General de la República, Jorge Madrazo Cuéllar, y de la Secretaría de Relaciones Exteriores, José Angel Gurría, acompañados por las secretarias estadunidenses de Estado, Madeleine Albright, y de Justicia, Janet Reno, dieron a conocer un acuerdo binacional que establece la participación de Washington en la elaboración de sistemas de escrutinio y en la capacitación de los mandos de la nueva Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos contra la Salud, entidad que remplazará al Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (INCD).
Aunque hay razones para suponer la existencia de intensas presiones diplomáticas de Washington para lograr la firma del acuerdo, debe considerarse que tal y como está planteado resulta inaceptable.
En primer término, en la medida en que diversos gobiernos mexicanos han catalogado al narcotráfico como un problema de seguridad nacional, las instancias encargadas de combatirlo deben mantenerse al margen de cualquier injerencia extranjera. Por más que los funcionarios mencionados se refirieron al acuerdo en términos de cooperación técnica, la frontera entre ésta y la intervención política es, en áreas tan sensibles, prácticamente indistinguible.
El pacto señalado es también cuestionable si se considera que en ambos gobiernos existen percepciones diferentes sobre el problema de las drogas: mientras que para Estados Unidos se trata básicamente de un trasiego perverso cuya responsabilidad principal recae sobre las naciones productoras y de tránsito -como la nuestra-, para México resulta claro que el motor principal del narcotráfico es la masiva demanda de enervantes que existe en la sociedad estadunidense. En esta perspectiva, es inevitable suponer que, de ser ``capacitados'' por el Departamento de Justicia estadunidense, los mandos de la nueva fiscalía mexicana asimilarán la lógica equivocada del país vecino y que, en consecuencia, van a combatir las drogas en función de los intereses estadunidenses, y no con base en las convicciones mexicanas en esta materia.
Otro aspecto grave y preocupante del acuerdo anunciado ayer es que parece ser una admisión tácita, por parte de las autoridades mexicanas encargadas de procurar justicia, de su incapacidad para establecer por sí mismas, y con sus propios recursos -humanos y materiales-, mecanismos de prevención y erradicación de la corrupción y la infiltración a que han sido sometidas por el enorme poderío de las bandas de narcotraficantes. De tal suerte, la aceptación de una tan estrecha y profunda asistencia del Departamento de Justicia estadunidense, en tareas que debieran ser atribución exclusiva de los mexicanos, constituye algo cercano a una claudicación de las obligaciones del Estado.
En virtud de las razones anteriores, el convenio mencionado es, en los términos en que fue presentado, lesivo para la soberanía y riesgoso para nuestra seguridad nacional.
Visto desde otro ángulo, es cuestionable y poco procedente el propósito de poner la capacitación de funcionarios mexicanos en manos de un gobierno extranjero que, a su vez, no ha sido capaz de acreditar la validez y la eficacia de su política y sus métodos de lucha contra las drogas. En efecto, a lo largo de la última década, la DEA, el Pentágono y los departamentos de Justicia y de Estado han logrado convertir el asunto en una cruenta e interminable guerra continental, pero no han logrado un solo avance significativo en la reducción del narcotráfico y de las adicciones en territorio estadunidense.
La aceptación de los 6 millones de dólares ofrecidos por Albright para la restructuración de la nueva fiscalía antinarcóticos agravaría el carácter nocivo a la soberanía nacional del acuerdo ya firmado, en la medida en que el desembolso de esa suma daría a Washington, inevitablemente, un margen de injerencia mayor en la conformación y la operación de esa dependencia del gobierno mexicano.
Por las razones señaladas, parece necesario que el Poder Legislativo tome cartas en el asunto y que la Comisión Permanente del Congreso de la Unión llame a un periodo extraordinario de sesiones, tanto para crear el marco de sendas comparecencias de los titulares de la PGR y de la SRE, como para que, en términos del artículo 76, fracción primera, de la Constitución, el Senado de la República debata y, en su caso, deje sin efecto el preocupante acuerdo con Estados Unidos anunciado ayer.
Finalmente, no cabe duda que el combate a la delincuencia, en general, y al tráfico de drogas en particular, ha de ser una obligación irrenunciable del Estado mexicano, pero que esa tarea no debe por ningún motivo poner en entredicho el ejercicio soberano de sus atribuciones. En esta perspectiva, y sin desconocer la necesidad de participar en una cooperación internacional equitativa y respetuosa, México debe restructurar y reforzar la lucha contra las drogas con base en sus propios recursos, su propia gente y sus propias capacidades.