La Jornada Semanal, 4 de mayo de 1997
Ensayista y profesor universitario, Premio de Poesía Carlos Pellicer, Josu Landa acaba de lograr un genuino tour de force literario, la traducción al vasco de Piedra del sol, de Octavio Paz. En este artículo, Landa nos pone en contacto con su aventura para vertir los endacasílabos blancos de Paz al euskera.
Sostiene la Biblia: hubo un tiempo en que ``todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras''. (¡Qué horror!) Dios decide acabar con esta situación, porque fomenta la soberbia de los hombres. Sencillamente, eso de querer erigir una torre que llegue hasta los cielos es como poner a los hombres a la altura del Creador. Este aplica la archiconocida táctica de divide-y-vencerás y se precipita todo: surgen innumerables idiomas, esto paraliza las obras de Babel, se desmorona la torre, el mundo se torna más valle-de-lágrimas y se instaura la maldición de la diferencia, la más profunda división entre los hombres. Sorprende que el Génesis, el libro especializado en las grandes caídas del hombre, dedique tan poco espacio a tan graves acontecimientos. (Parece que la dictadura de los editores es muy anterior a la invención de la imprenta.) Esa brevedad y la aparente sencillez del relato puede haber estimulado la libertad de interpretación, pero le ha hecho un flaco favor a la claridad de lo que pretende comunicar. Para mis humildes magines (encima, un tanto agnósticos), es una historia confusa. Podría pensar que Dios bendice lo unitario y maldice lo plural, al cifrar su origen en el pecado y en el consiguiente castigo divino. Sin embargo, no olvido que fue la inicial unidad lingüística la que dio pie a las faltas contra el Señor; luego no era un estado de cosas tan idóneo. Hasta donde logro entender, la uniformidad originaria era mala y la diversidad ulterior también. Así, me resulta difícil saber de qué lado está Dios en este embarazoso asunto. Me pongo a pensar en una situación de unicidad -además de unidad- idiomática y, luego del fatal temblor (por el consabido terror), mi mente genera algunos supuestos tranquilizantes. (Un poco antes, me percato de que los redactores del Génesis no sabían mucho de lingüística.) Según la principal de tales hipótesis, no es posible que un conglomerado humano tan grande como para ensayar Babel viva en un estado de lenguaje totalmente uniforme. Es fácil imaginar una ciudad donde se habla y escribe en un único idioma, pero no es dable una uniformidad absoluta de lenguajes, algo equivalente a una improbable literalidad total. El vigor de los lenguajes radica en la grieta que separa a signo y significado; ese abismo es la vaga sustancia óntica de los lenguajes. Se entiende, pues, por qué pudo pecar el hombre babélico: era demasiado humano, se realizó como hombre impulsando la cultura y vivió conforme a un lenguaje complejo, dinámico y vital, aunque fuera único (concedamos) y existiera como un pequeño calidoscopio de palabras, o sea, un número limitado de éstas, combinables según posibilidades finitas. El creyente que pretenda refutarme, alegando que la omnipotencia divina es capaz de implantar una rara comunicabilidad a base de puros significados literales, en un sistema lingüístico único, deberá aclarar primero cómo fue que en esa imaginada Ciudad de Dios brotara el pecado, en forma de una soberbia conspiración contra l. Así que dejo al creyente con sus creencias y conjeturo: Babel no existió; Babel es un relato peligroso, escrito post festum por gente que nunca leyó el Cratilo de Platón (si éste fue posterior a aquéllos, ni modo: debieron esperarlo) y quiso mistificar, de un modo que se antoja facilón, un fenómeno conocido desde que el hombre es hombre: la comunicación a un tiempo imposible e insoslayable de los ``seres de la palabra''.
Como toda hipótesis, ésta también ha de ser interesada. Si yo no hubiera nacido en el seno de una pequeña comunidad, cuya tradición cultural peligra desde hace varios siglos, tal vez ni se me habría ocurrido plantearla. Si no fuera porque mi lengua materna es la misma ``lengua extraña'' de que habla Bernardo Atxaga, en un poema de su Nueva Etiopia, y que me tocó aprender en Caracas, como habitante de la difusa patria que ha sido la diáspora vasca de la posguerra, tal vez no habría reparado en el esquivo intríngulis del relato bíblico. Desde luego, la ambigüedad que encuentro en su pretendida moraleja permite lecturas sesgadas (en el fondo -Nietzsche dixit- todas lo son). Unos (incluyendo los hunos) podrían decir: la unidad total es la bendición. Los otros (inclusos los hotros, que descubrió nuestro Unamuno) también se justificarían: la pluralidad es la verdadera bendición. Sin embargo, los hechos han favorecido la interpretación unitarista. La sombra de pecado que entorna al pluralismo babélico facilita las cosas a quienes se inclinan por aquella opción. De modo que una exégesis casi naf y comodina del mito de Babel ha estimulado y justificado el imperialismo lingüístico, justo en proporción directa a la estigmatización de la diversidad idiomática. (Ahora otra impresión: el fuerte de los escribas del Génesis era la geopolítica.) Como pasa con casi todo lo fácil, esta lectura del relato bíblico ha sido la más difundida, es decir, la dominante. Consecuencia elemental (Watson): ahí tenemos a todas las hordas y tribus con vocación conquistadora, imponiéndose por la vía de sus armas, sus valores y, no faltaba más, su lengua. Mientras los poetas y afines disfrutan el principio de diferencia aplicado a la palabra, las mentes imperiales calculan sus usos más efectivos para la dominación. Es lo que, por ejemplo, hace Nebrija (cuya Gramática castellana tal vez imaginaron los inventores de Babel), cuando le advierte a su ``esclarecida reina'' (católica) ``que siempre la lengua fue compañera del imperio, i de tal manera lo siguio que junta mente comenaron, crecieron i florecieron i despues junta fue la caida de entrambos''. Nada extraña, entonces, la legitimidad que después de Babel ha adquirido cierta nostalgia de la unidad lingüística perdida, en forma de guerras de conquista que atentan contra la diversidad de idiomas, dialectos y hablas.
Respeto la obsesión bíblica por fundar la historia en el pecado. Pienso, no obstante, que todo habría sido mejor, si los autores del Génesis hubieran esperado a elaborar una decorosa filosofía del lenguaje, antes de intentar explicar la diversidad lingüística. Este mundo sería mejor si lejos de los relatos del poder aceptara simplemente la existencia de un muy humano ``pathos de la distancia'' o ``pasión por la diferencia'' (según mi modesta reconversión del término nietzscheano), que se expresa en ese goce del devenir abierto del lenguaje, apreciable en las mentes más lúcidas y sensibles.
Para olvidar Babel -acicateado, en parte, por el ejemplo de mi querido maestro Ramón Xirau-, me lancé un buen día a la aventura de escribir en euskera (vascuence), la lengua bárbara y milenaria que aprendí en casa. Sabía que lo hacía desde la frágil arena del falasha, casi como un último mohicano. Nunca con pesar ni exotismo ni tribalismo ni segregaciones inversas (confieso que he gozado y gozo al máximo las letras hispánicas). Al contrario, con la alegría de quien disfruta de lo mejor del exilio: la levedad y riqueza de raíces, la apertura permanente a todo lo bueno que ofrece el otro. No me corresponde juzgar la fortuna con que acometí tal temeridad en mis libros Arropaineko tankak (Bilbao, 1988) y Falaxa (México, 1992).
Para olvidar Babel, emprendí algunas versiones al castellano, sobre todo, de textos en francés. Veo en la traducción una de las mayores audacias, en punto a trascender los límites del significado y del sentido. La traducción es la más grande fineza al discurso del otro, la primera y última instancia del diálogo; más aún, si como observa Steiner, el simple acto de entender es traducir. Ese modo de enriquecer la unidad por asumir la diversidad hace de la traducción uno de los grandes medios de fecundación de las culturas. Así que otro buen día (de 1993, según recuerdo) me dejé llevar por una osadía largamente postergada: verter al euskera ``Piedra de sol'', el gran poema de Octavio Paz. No voy a mentir diciendo que fue una tarea fácil, pero tampoco voy a negar las enormes satisfacciones que me deparó. Para empezar, es imposible mantener en vasco la métrica a que responden los versos de Paz en español. Las oraciones en euskera se estructuran de un modo muy distinto a como se hace en castellano o en toda lengua romance. Este escollo no me eximía de la obligación -vital, en este caso- de conservar el mismo número de versos (585) que el original. De modo que traté de compensar estos inconvenientes, echando mano de varias mañas: combinar las reglas del euskera unificado y culto con el fraseo más simple del dialecto vizcaíno; dar cauce a un ritmo fluido, escandible o ``respirable'' sin problemas, a tono con la irregularidad de las nuevas líneas; apostar siempre por la intensidad, aprovechando la fuerza de las enumeraciones que contiene el poema, jugando con la libertad del acento en vascuence, sacando partido de los endiablados verbos vascos, etcétera. De acuerdo con esto, por ejemplo, de ``busco sin encontrar, escribo a solas,/ no hay nadie, cae el día, cae el año,/ caigo con el instante, caigo a fondoÉ'', resulta ``idoro gabe bilatzen ari naiz, bakarti idazten dut,/ inor ez dago, eguna erortzen da, urtea jausten da,/ uneakin erortzen naiz, sakonki jausten naizÉ'' Ni hablar de los problemas derivados de los sutiles artificios de Paz, presentes desde el título mismo del poema. Por algo me demoré dos años en preparar una versión que revisó con deferencia el crítico vasco Txema Larrea. Por fortuna, todo este esfuerzo placentero (me resisto a llamarle ``trabajo'') ha desembocado en una edición bilingüe, generosamente autorizada por el propio Paz y patrocinada por el Gobierno Vasco: un homenaje mínimo al poema, a los cuarenta años de su magna creación. No es difícil augurar el influjo que por esta vía ejercerá Octavio Paz en la actual literatura vasca. En lo personal, me complace haber abierto esta puerta al diálogo entre la gran poesía mexicana y la fuerte creatividad de los vascos, así como haber ayudado en algo a disfrutar el placer de la palabra siempre plural.