Desde la época de Adam Smith (último tercio del siglo XVIII) y de David Ricardo (principios del siglo siguiente), la ciencia económica convencional invariablemente ha visto en el comercio exterior un factor positivo muy importante de crecimiento, debido a que en condiciones de total libertad económica por lo menos cumple las siguientes funciones: a) reduce la estrechez de los mercados domésticos, con lo cual se resuelve un problema de economías de escala, de ingresos y de empleo, b) permite superar los obstáculos a la acumulación que el propio desarrollo del capitalismo genera; c) da oportunidad a que los países se especialicen en producir en lo que más les conviene, y d) por las razones anteriores, se maximizan las variables macroeconómicas y microeconómicas de todos y cada uno de los países involucrados en el libre comercio, así como las variables agregadas a nivel mundial.
Dentro de este enfoque convencional, prácticamente no hay riesgos o peligros de asumir el libre comercio como una política inequívoca de desarrollo nacional y mundial. En ese sentido, el planteamiento pretende ser general (válido para toda economía), y señala que los países o regiones que se protegen con cualquier tipo de medida (aranceles, por ejemplo) sufren una pérdida irrecuperable en el bienestar debido a que dejan de importar y de exportar, así como de especializarse en la producción de lo que tienen una ventaja natural. Ello, además, genera una pérdida irreparable también a escala mundial.
En concreto, plantean que esos perjuicios operan y, por tanto, deben evitarse aún considerando que los gobiernos protejan sus economías bajo el argumento de que tratan de cuidar el crecimiento de las industrias nacientes. Tal aseveración --según este enfoque-- es válida sin importar diferentes grados de desarrollo socioeconómico. Aun el país más pobre y atrasado del mundo se beneficia del comercio internacional. Inclusive llega al extremo de señalar que un país pobre estaría condenado a ese estadio a no ser que abrace la causa del libre comercio.
Desde mediados de la década pasada, nuestro país ha seguido a pie juntillas esas recomendaciones y hasta el momento hay algunos resultados impactantes y paradójicos, que trataremos en las próximas colaboraciones.
El pasado 22 de abril se conmemoró con toda pompa el 60 aniversario del Banco Nacional de Comercio Exterior, y nuevamente se presentaron las cifras de comercio exterior (básicamente de exportaciones no petroleras) como el indicador supremo del éxito del programa económico emprendido hace más de diez años, con los cuales además --según los economistas del gobierno-- se cuestionan fácilmente las posturas catastrofistas de los críticos del sistema.
¿Qué razón de teoría económica o de política económica realmente satisfactoria y de peso permite evaluar el éxito de todo un proyecto nacional de largo plazo solamente a la luz de un indicador comercial? ¿La suerte y, más aún, el desarrollo integral de una nación, se puede explicar por uno y solo un indicador como las exportaciones? ¿Qué tanto resiste esta comparación la fuerza impactante de datos simples del crecimiento del PIB, de los salarios y del empleo, por sólo nombrar unos cuantos? ¿Es esta pregunta realmente catastrofista?