La Jornada sábado 3 de mayo de 1997

Eduardo Escobar
Las íes bajo las tildes

No es extraño que la propuesta de Gabriel García Márquez, en Zacatecas, de jubilar la ortografía haya armado la baraúnda que armó.

El escándalo de historia venerable se remonta con mucha probabilidad a los orígenes de la escritura, que como se sabe fue asunto sagrado para los antiguos, un ejercicio sacerdotal y mágico, y cada vez que vuelve a ponerse sobre el tapete se desgarran los velos de los templos de la inteligencia, las academias y las tertulias de letrados.

De cualquier manera, da gusto ver al gran novelista del piedracielismo, que fue un movimiento tan apegado a las raíces hispánicas, convertido de buenas a primeras en un discípulo del príncipe Kropotkin. Y del inefable Bakunin.

La cuestión ya despertaba debates apasionados en los tiempos precristianos de la sistematización de la gramática griega. Ya entonces, un tal Herodiano hizo el primer censo de gramáticos, entre los cuales contó a Dionisio el Tracio, Asclepíades de Mítlea y Tolomeo Ascalón. Dídimo de Calcis debió escribir un tratado de ortografía, a juzgar por los fragmentos conservados. Y otro, Apolonio Díscolo, cuyo apelativo tal vez profetizaba el destino del arte. La ley es causa de transgresión, dijo San Pablo.

Los latinos, como los griegos, trataron de fijar la noble lengua de Virgilio, emboscada de resabios etruscos. Vetrío Flaco escribió un tratado de ortografía latina. Quintiliano afirmaba que el alfabeto latino no era perfecto aunque alcanzaba un grado satisfactorio de adecuación entre lo escrito y lo oralizado, pero que eran aceptables ciertas incorrecciones impuestas por el uso cuando reformaban grafías irracionales. Pues el problema se ha reducido casi siempre a la concordancia entre lo escrito y lo oralizado. Por la simplificación y la uniformidad.

Aunque Claudio, que además fue tartamudo por paradoja, justificaba una reforma del alfabeto en contravía. E inventó tres letras que se apresuró a imponer cuando llegó a emperador.

Las relaciones entre gramática y poder no son un invento colombiano. Como se ve.

En tiempos de Augusto, Mario Valerio Mesala Corvino, en una enigmática obra contra la S, trató de demostrar que no es una verdadera letra sino un simple silbido.

Plinio opinaba que las letras habían tenido origen en Asiria. Otros, que habían sido creadas en Egipto por Mercurio, protector de los ladrones. Cadmo habría llevado 16 a Grecia en tiempos de la llorada Ilión.

Palamedes, hombre ingenioso que diseñó además las damas y el ajedrez, les añadió cuatro. Entre estas la hache aspirada. Diomedes consideraba que 17 eran suficientes. La equis, la ka, la ye y la zeta estaban de más. Lo mismo que la ge cuando fuera superflua, para Juan Ramón Jiménez. Y como muchos siguen mascullando contra la pobre eñe encopetada de cariño, de niña, meñique, alfeñique y pañetar.

Los modernos lingüistas coinciden en que quien escribe no quiere hacer un análisis de la lengua sino ser entendido repitiendo grafías ya vistas. Y que como en la antigüedad, cuando las masas eran excluidas del misterio de la escritura, la ortografía es instrumento de dominación. No es casual que César Vallejo, para forzar la expresión y hacer más absurdo su dolor del mundo, a veces le retuerza el cuello al cisne, o a la gallina de la ortografía, escribiendo viban los compañeros, por ejemplo: o que Vargas Vila, ese iconoclasta feroz que muchos piensan incluso que es un fenómeno extraliterario, se haya puesto de ruana la puntuación. Ni que los primeros manifiestos de los nadaístas en medio de horribles cacofonías y desmanes la violaran con esa felicidad orgiástica. El horror ortográfico puede llegar a convertirse a veces en una forma incruenta de la sublevación, en una inocente manera de expresar la inconformidad con el estado de cosas, en un clamor utópico de justicia.

Tal vez los esmeros de la ortodoxia gramatical, colindantes con los escrúpulos anales, que los colombianos padecemos no son más que otro complejo colonial o un tic heredado de la patria boba. Valdría la pena averiguar si el caballo aterrorizó menos a los aborígenes que el soliloquio de los conquistadores con las sábanas de sus pergaminos.

Pues, por otro misterio, la lectura callada es una sofisticación más o menos moderna. Y la novela, la forma silenciosa de la poesía. Según Jacobo Burckhardt.

No es una casualidad que atildado derive de tilde. Y tilde de título. Para el lingüista Francois Desbordes, por ser instrumento del poder, la mera mención de la reforma de la ortografía despierta enconos. La ortografía cumple una sanción social. Y el orden establecido quiere que toda transgresión merezca un castigo, que puede ir desde una plana, un plantón o una paliza, o el cero rayado que es una forma de la exclusión, hasta la pérdida del empleo si se trata de una pobre secretaria enamorada que escribe amor con hache de hambre y labio con v de novio.

Y espero con esto haber colocado algunas íes bajo las tildes, en la confusión interminable de la Babel ortografía. En el estado del orden público gramatical.