La derrota de los conservadores ingleses ha sido aplastante, pero no se puede decir que la de ayer haya sido, sin más, una victoria laborista. En efecto, pese a su comodísima ventaja de 419 bancas sobre un total de 659 curules (los conservadores tienen 165, menos de la mitad de los puestos que hasta ahora ocupaban), el Labour Party que vuelve al gobierno no es el que lo dejó antaño en manos de Margaret Thatcher, la modelo de Ronald Reagan, la musa inspiradora de las privatizaciones a ultranza, de la destrucción del Estado del Bienestar Social, de la liquidación de los sindicatos, de la desregulación del mercado del trabajo o sea, en resumen, de todas las políticas promovidas por el economista de derecha Frederich Hayek y popularizadas bajo el nombre de neoliberalismo.
Tony Blair, a quien la prensa francesa ya llama Blinton (recordando al presidente de Estados Unidos en una asociación de ambos apellidos), es un hombre moderado que ha ofrecido repetidamente romper con los maltrechos sindicatos que son la base de su partido, mantener las privatizaciones y la política económica conservadora y limitarse a echarle un velo de azúcar rosado al pastel político indigesto para el pueblo inglés, como lo muestran las elecciones que cocinaron sus antecesores en Downstreet 10.
Por eso el pueblo no festejó el triunfo laborista como los franceses habían festejado en mayo de 1981 el de Franois Mitterrand: mucha agua ha pasado bajo los puentes y con ella muchas desilusiones. Nadie espera demasiado de Blair, aunque la mayoría esté muy contenta con quitarse de encima a los herederos de Margaret Thatcher. No hay, en efecto, proporción entre la crisis económica y el programa de Blair, ni entre la magnitud del voto laborista (50% más que en la última elección, el 43.44% de los votantes) y el sentido reivindicativo de la votación (expresado por ejemplo en los seis diputados de los nacionalistas escoceses, que antes tenían tres, o en los dos diputados del Sinn Fein irlandés, a pesar de que se les prohibió hacer campaña), por un lado y, por el otro, la posición muy tibia y vacilante de la nueva dirección laborista que está todavía a la sombra de Margaret Thatcher la cual, a su vez, es el gobierno tras bambalinas de los conservadores, pues controla un partido sin líderes y a la deriva, que muy difícilmente podrá remontar en pocos años la cuesta en la que se ha precipitado.
De todos modos, la city londinense expresó su temor con una fuerte caída de la libra, ya que una cosa es Blinton y otra su electorado, que seguramente formulará reivindicaciones e impondrá algunos programas sociales y que, lejos de abandonar toda veleidad clasista, como ha hecho la nueva dirección laborista, ha votado, a pesar de ésta, con un fuerte sentimiento de clase, que está muy arraigado en todos los británicos (como lo demostró hasta el hartazgo la señora Thatcher y, en el otro campo, el movimiento minero que la enfrentó, encabezado por Arthur Scargill).
Ya en los años 20 el gobierno laborista de Dwight McDonald hizo la política de los tories y cayó. Blair no puede olvidar esa experiencia ni puede tampoco desconocer que el electorado quiso barrer al régimen y a la política de Margaret Thatcher y no perpetuarlos bajo otra forma más civilizada. Es probable, por lo tanto, que la aplicación de la política decidida en Maastricht lleve al gobierno laborista a enfrentarse con su base social, que se sentirá estimulada por su victoria electoral. En el panorama político británico se prevén, por consiguiente, nuevas alianzas y nuevas diferenciaciones, pero en un contexto europeo que repudia cada vez con mayor vigor el capitalismo de choque que favorecen los conservadores.