Noventa años de Gabriel Figueroa. Una vida plena con las resonancias estrictas del término: un compromiso con su oficio y con la dimensión estética de su oficio; una entrega a su gremio y una gran aportación a la dignidad sindical; un trabajo internacional que va de El fugitivo, de John Ford, a Bajo el volcán de John Huston; una armonía familiar construida con inteligencia y humor; una resistencia ejemplar a la intolerancia y la represión; una vocación nacionalista no afectada por chovinismo alguno; una capacidad amistosa que le permitió a lo largo de las etapas de su vida la suma de afectos y admiraciones; una intervención principalísima en ese momento del cine nacional, donde lo realmente mítico es el público, y en donde las grandes presencias actúan a modo de emisarios de los espectadores ante la nación o la sociedad ideal. Y todas estas características unidas por la disciplina profesional y el humor cálido que le congregaron y le congregan el afecto tanto más sincero cuanto que surge de la admiración realzada por el trato o por la leyenda, en su caso una extensión cordial del trato y un desprendimiento del examen de sus grandes películas, de los instantes magníficos, más numerosos de los que la memoria retiene, en que una realidad se transfigura, se revela, se reconoce en sus bellezas inesperadas o hasta entonces absurdamente ignoradas.
Es costumbre y necesidad de los elogios fúnebres el eliminar los lados negativos o menos gratos de la persona recordada. En el caso de Gabriel Figueroa no se requiere el patrocinio de la amnesia. Sin duda, y por las exigencias de su profesionalismo, participó en numerosas películas que el paso del tiempo no modifica porque siempre fueron malísimas. Pero aun en esas caídas filmográficas, don Gabriel conserva el decoro exigible. Y cuando Figueroa se entiende con el director de la película, y despliega sus potencias líricas o, en su colaboración con Luis Buñuel, aporta su vigor ascético, los resultados son excepcionales, tanto que en la mayoría de los casos es coautor del filme. Cito, con mi derecho de cinéfilo, lo que me importa de su filmografía: Allá en el Rancho Grande, Los de abajo, La noche de los mayas, El gendarme desconocido, Distinto amanecer, Flor Silvestre, María Candelaria, La perla, Enamorada, El fugitivo, Río escondido, Maclovia, Salón México, Pueblerina, La Malquerida, Los olvidados, Víctimas del pecado, El rebozo de Soledad, La rebelión de los colgados, La Escondida, Una cita de amor, La cucaracha, Nazarín, Macario, El ángel exterminador, El gallo de oro, Simón del desierto. Y del conjunto desprendo secuencias, imágenes, ritmos del paisaje, rostros que son grandes acontecimientos faciales, las presencias definitivas de Dolores del Río, María Félix, Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova, Columba Domínguez, Roberto Cañedo, Marga López, Ninón Sevilla, Stella Inda, Silvia Pinal. La pasión estética de don Gabriel lo lleva al encuentro con los paisajes que nadie había visto así, con la fisonomía popular inexplorada, con los semblantes a la vez únicos y expropiables. El resumió su obra con la modestia que hoy revaluamos con orgullo de deudos y espectadores: ``Estoy seguro que si algún mérito tengo es saber servirme de mis ojos, que conducen a las cámaras en la tarea de aprisionar no sólo los colores, las luces y las sombras, sino el movimiento que es la vida''.
Y el movimiento perpetuo del trabajo de Gabriel Figueroa es el mejor homenaje a su memoria, y uno de los estímulos perdurables en nuestra vocación de público de cine.
Querido Gabriel: tus amigos no te decimos adiós sino hasta la próxima retrospectiva de tu obra.
* Texto leído por el autor en el homenaje póstumo que se rindió a Gabriel Figueroa, en el Palacio de Bellas Artes.