Hace 35 años el prehistoriador Leroi-Gourhan nos tenía fascinados en sus clases del Museo del Hombre en París. Recuerdo la conclusión de un curso anual. La intituló ``el lobo y el perro'', como la fábula. Según él la marca del collar, que llevamos todos, es el precio de la liberación de homo sapiens frente al medio natural. Ese seguro social que es nuestra civilización, sí protege al individuo, limita a la vez el ejercicio incontrolado de sus aptitudes personales. Yo jamás cazaré con chuzo al jabalí, como Ulises; tampoco cavaré trampas para capturar animales grandes, ni danzaré con lobos. Sin embargo, nos queda algo de ese hombre cazador y pepenador, por más que nos hayamos adaptado a la posición sentada del burócrata y al sillón del coche, en una atmósfera de petróleo quemado.
Toda la historia ha sido vivida por el mismo hombre físico y cultural que espiaba al mamut y que ahora navega en Internet. La contradicción por lo tanto es enorme entre una civilización muy poderosa y un civilizador cuya agresividad sigue siendo la misma que en el tiempo cuando matar al venado significaba sobrevivir. Nos decía el maestro que la reducción de la actividad manual y la transformación de la aventura física en deporte, turismo, o contemplación pasiva de la pantalla iban a plantear muchos problemas.
¿Cómo ese mamífero social puede adaptarse a su nuevo entorno, cuando debajo de la hominización, conserva comportamientos zoológicos? Hace poco todavía, los elementos ``inadaptados'' encontraban en la guerra, el comercio lejano, la piratería, el vagabundeo, la marina, la arriería, su camino. Las ``inadaptaciones'' individuales no eran tales porque la sociedad las recuperaba, aprovechando así todas las aptitudes de la especie. Ahora, compensamos la uniformidad del trabajo, de modo de vida con deporte, vacaciones (las grandes migraciones) y talacha. La cacería se práctica sobre animales semidomésticos, que uno mata cuando van al abrevadero artificial, peor, cuando van al comedero: tiro al blanco. ¿Cuál aventura?
La guerra, nos decía Leroi-Gourhan, y con eso vuelvo a mi proyecto de Legión Onusiana, recuperó siempre la minoría, la más inadaptable. Tenía razón, 35 años después, la guerra que en aquel entonces --era el año de la crisis de los cohetes soviéticos en Cuba-- prometía ser nuclear o galáctica, se ha vuelto singularmente arcaica tanto en Bosnia, como en Zaire o en la selva amazónica. Bandas de inadaptados se arrastran en los pantanos o en la nieve, lejos, muy lejos de las bases de lanzamiento de cohetes nucleares.
¿Por qué no utilizar esos talentos, esas habilidades, esas pulsiones asesinadas para el bien común? ¿Por qué abandonar a la delincuencia y a la matonería esos hombres jóvenes que no se encuentran en nuestro mundo? Con ellos se podría formar una fuerza onusiana de 25 mil hombres, bajo mando del secretario general. Esa legión, a diferencia de las tropas actualmente prestadas a la ONU, sería profesionalmente competente y con ganas de pelear. El Consejo de Seguridad tendría que inventar una estructura directiva y la manera de financiar dicha fuerza. Me dirán que 25 mil hombres son pocos para controlar una crisis como la de Bosnia en 1993-1995. No estoy tan seguro. Sería más que suficiente para poner en cintura a muchos malvados en Africa o en los Balcanes. Podría presentar muchas críticas contra ese proyecto pero hoy en día lo que urge es encontrar un remedio práctico contra las guerritas de bandas que caracterizan al tiempo presente de grande potencias impotentes.
Así la ONU se acercaría a un gobierno mundial más real y ayudaría a contestar a la pregunta que nos lanzó el maestro: ``¿qué hacer con ese mamífero anticuado, con sus pulsiones arcaicas que han sido el motor de todo su ascenso?''. Ya quedó atrás la libertad del hombre de la cueva quien era ``libre'' de perseguir una cena hipotecada por el azar de su encuentro con el venado o el puma. Tenemos que inventar.