La gestión de nuestras relaciones gubernamentales con Estados Unidos no está pasando por uno de sus momentos estelares. Son numerosos los especialistas que expresan dudas y reservas, cuando no objeciones y abiertos cuestionamientos, de una política exterior que en el terreno bilateral parece carecer de iniciativas. La imagen que tiende a prevalecer es la de una política que va a la zaga de los acontecimientos y que no posee orientaciones estratégicas. El pragmatismo del que se jactan sus responsables --esa pretendida capacidad de adaptación ante las circunstancias, para sacarles el máximo provecho-- contribuye a que los temas sustantivos de la relación bilateral, así como las prioridades, sean determinados casi exclusivamente por la contraparte estadunidense. En el terreno comercial y financiero, en el migratorio, en el del combate al narcotráfico, nuestras autoridades reaccionan ante lo sucedido, pero no proponen y mucho menos se anticipan.
Los responsables de la política exterior rechazan de manera categórica esta visión de las cosas --y su rechazo puede incluir altas dosis de irritación, según mostró el canciller durante su reciente comparecencia en el Senado--. Como sus colegas del gabinete económico, argumentan que su política es la única que asegura resultados eficientes y que modificarla, como demandan los críticos, sería un acto demagógico con resultados contraproducentes para los intereses mexicanos. En todo caso, pareciera que la política del gobierno hacia Estados Unidos está muy lejos de reflejar un consenso entre las principales fuerzas sociales y políticas del país. Esta es probablemente la mayor dificultad que, como nación, enfrentamos ante los estadunidenses. El problema no son ellos, que ya sabemos que son una potencia y actúan como tal, sino nosotros, que no tenemos hoy un acuerdo básico sobre cómo administrar nuestras relaciones --múltiples, crecientes, complejas, irremediables, deseadas y necesarias-- con Estados Unidos.
En el origen de este desacuerdo concurren múltiples factores, pero hay uno que merece ser destacado. Es la conversión ocurrida en el transcurso de los últimos diez años en el campo de la política internacional de México, que de ser una política de Estado más o menos tradicional, paulatinamente se convirtió a una mera política de gobierno, es decir, al servicio de los intereses y necesidades del grupo en el poder. El tortuoso ascenso político del grupo ``modernizador'' encabezado por Salinas de Gortari, ocurrido a finales de la década pasada, y más recientemente, la crisis financiera al inicio del gobierno de Ernesto Zedillo, son dos episodios clave de este proceso. En ambos casos, y ante la fragilidad de los sustentos internos, el espaldarazo de las élites políticas, económicas, financieras y académicas de Estados Unidos fue indispensable para apuntalar en el poder al grupo gobernante. Para asegurar este respaldo --que por lo demás es altamente compatible con su proyecto político y económico-- este grupo puso en práctica un tipo particular de interacción con sus contrapartes estadunidenses: cooperación casi incondicional en los asuntos en que hay pleno entendimiento (que son, dicho sea de paso, los más relevantes para el gobierno, como los económicos y financieros); discreción, disimulo y bajo tono en los asuntos contenciosos y potencialmente conflictivos (que en los últimos tiempos tienden a acumularse y a cobrar mayor importancia política).
Dado el ``pecado original'' de su política hacia Estados Unidos, la posición negociadora del gobierno no luce firme ni convincente frente al cúmulo de temas bilaterales que, como los asociados con el combate al narcotráfico y con la nueva ley migratoria estadunidense, demandan una política activa, con enfoques innovadores y orientada a la consecución de objetivos específicos. La política exterior, y en particular la referida a Estados Unidos, seguirá careciendo de consenso mientras no recupere su estatuto de política de Estado y continúe siendo una herramienta de legitimación del gobierno en turno. Este hecho es una fuente incuestionable de fragilidad, y los primeros en saberlo son los estadunidenses. En estas condiciones, la aceleración del cambio político e institucional interno, y la instauración de un verdadero equilibrio de poderes, parece ser el marco idóneo para relegitimizar, ante propios y extraños, una política que, como la económica, no está sujeta al escrutinio de la sociedad.