La Jornada Semanal, 27 de abril de 1997
Jamás en su vida sobre la tierra el hombre ha vivido más solo, más aislado de sus semejantes, más vejado por sus propios inventos destinados a borrar en él hasta el último rasgo de humanidad, como en este tiempo donde se pregonan las supuestas virtudes de una comunicación que constituye, hoy en día, el más grave atentado, el más brutal y eficaz, contra la condición humana que conmovía a Malraux. Hasta no hace mucho tiempo, menos de un siglo, el hombre solía comunicarse con sus congéneres gracias al impacto directo de su voz viva, al calor de su piel, al fulgor de sus ojos, al aura de sus humores. Ninguna de estas herramientas de relación suelen ser propensas a la mentira y al engaño institucionalizado que usan hoy los medios electrónicos sin medida ni pausa, sin la menor consideración por esa intimidad que cada hombre guarda en su interior para ofrecerla como una prueba de amor o como un argumento para afirmar su ser en el mundo -su sein im der Welt- del que habló Heidegger. Toda razón que se trata de esgrimir en favor de esta conspiración de aparatos que comienzan ya a intentar sentir y expresarse por nosotros, no me parece válida frente al daño irreparable que nos causan. Y ello, con el beneplácito de estos ingenuos herederos del siglo XIX -''el siglo idiota'', lo llamó en buena hora León Daudet- que no despiertan aún del tóxico espejismo de un ``futuro radiante'', que les fuera prometido con falaz convicción y que hemos acabado pagando a un precio suicida.
Conversaba el otro día con un profesor universitario de los Estados Unidos, quien me hizo esta confesión: ``Cada día -me dijo- me espanta más en mis alumnos ese aire de robots ausentes, movidos por instintos primarios que no se conocen ni siquiera en los animales. Ya no consiguen plantear en clase la pregunta más simple. Se quedan absortos mirando hacia una nada desoladora y esa mirada me persigue ya hasta en mis sueños.'' La transcripción de este testimonio es literal, lo aseguro. Tratando de buscar de dónde venía esa deshumanización sin esperanza de una juventud que en breve tendrá las riendas del mundo, llegamos, mi amigo y yo, a la certeza de que el daño reside, en buena parte, en la proliferación de los famosos medios electrónicos que nada comunican distinto de esa mediatizada -la palabra viene como anillo al dedo- entrega al paraíso impostor de la llamada sociedad de consumo, este vasto supermarket en el que estamos naufragando sin remedio. ¿Ese era el ``futuro radiante'' que nos prometieron los falsos profetas hace un siglo? Me niego a suponer que tuvieran siquiera la imaginación para presentir tal horror. Recordemos las palabras del historiador y orientalista francés René Grousset, con las que inicia su libro ``Bílan de l'Histoire''(?): ``Después de Dachau, después de Buchenwald, después de Aushwitz -yo añadiría de Hiroshima y Vietnam-, no tenemos ya derecho de abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre...'' La asoladora propagación de los medios electrónicos destinados a la llamada informática, alimenta generosamente a esa fiera.
Ahora bien, lo que aquí me corresponde sería adelantar, en la escasa medida de mis conocimientos lingüísticos, cual pueda ser la suerte del castellano sumergido ya en el vértigo de la informática o como quiera o deba llamársela. Pienso, en primer lugar, que el entusiasmo de los entendidos en este campo, con motivo de haber sido incluida nuestra lengua en ese universo devorante, me parece, o por lo menos un tanto apresurado. He tenido oportunidad de leer algunos textos escritos en lo que ahí se llama castellano y lo único que he logrado descifrar parcialmente es una sarta de anglicismos ligeramente españolizados y cuyo sentido se me escapa por entero. Escuché, en una reunión de vocales del patronato del Instituto Cervantes, celebrada hace poco más de un año en el palacio de Miraflores, en Segovia, al poeta José María Valverde, quien leyó una columna publicada en un periódico de Madrid y redactada enteramente en ese novísimo papiamento. Sólo sé decir que, al terminar la lectura, no supimos si reír o mostrar nuestro sobresalto. Pero creo que hacer patente el rechazo a esta novedad es mostrar una inocencia inexcusable. Hace mil años que vive el castellano; durante los primeros siglos se llenó de voces árabes, engarzadas en términos y construcciones latinas y en no pocos vocablos griegos, y a esta mezcla vino a sumarse el éuzcaro(?), el germano y hasta el celta. Que yo sepa, nadie se alarmó entonces. Dejemos ahora que el castellano viva su destino, confiemos en su poder de supervivencia y de transformación, y no intentemos ser, en este caso, más papistas que el Papa. Nos queda un refugio, ya nos lo dijo bellamente, hace unos días, Octavio Paz: ``A su vez la palabra es hija del silencio, nace de sus profundidades, aparece por un instante y regresa a sus abismos.'' El silencio, el silencio que pedía Rimbaud para el poema absoluto. No nos inquietemos por la suerte de nuestra lengua, inquietémonos más bien por nuestra precaria posibilidad de subsistir en esta época atroz en donde se oyen ya las trompetas del Apocalipsis.