La Jornada Semanal, 27 de abril de 1997
El concepto ``sociedad del espectáculo'' lo puso en circulación, en
1967, Guy Debord, jefe de la Internacional Situacionista (un
grupúsculo de extrema izquierda revolucionaria que actuó en Francia e
Italia hasta los años setenta), y es la hipótesis artística más
radical del fin de siglo. Guy Debord se suicidó antes de ayer, el
primer día de diciembre de 1994, y me ha parecido que sus
descubrimientos debían figurar en este diccionario, ya que es uno de
los filósofos del fin de la modernidad con más probabilidades de
seguir siendo leído en los próximos diez años. Sus tesis, por otra
parte, ya no pueden variar demasiado.
En su primer y famosísimo ensayo de 1967, titulado La sociedad del espectáculo, describía Debord a las naciones posindustriales como obras de arte totales en su nivel más bajo, es decir, como obras de entretenimiento y diversión de la calidad más inferior y degenerada. El ``espectáculo'' que exhiben es:
el reino autocrático de la economía de mercado, una vez ha accedido al estatuto de soberanía irresponsable, junto con las nuevas técnicas de gobierno que acompañan a su reinado.
La ``irresponsabilidad'' se refiere, claro está, a que no hay ya mecanismos capaces de exigir responsabilidad ninguna a los dominadores del mercado. En su estadio último, el totalitarismo de mercado carece de negaciones (ni internas ni externas, pues el Islam(?) no puede considerarse una negación), por lo que procede a exponerse a sí mismo sin limitación y espectacularmente, sin que nada se interponga entre lo que presenta como verdadero y la verdad. Todo lo que la sociedad del espectáculo presenta es verdadero, bueno y necesario, por el mero hecho de haber sido presentado.
Aquellos que censuran, critican o pretenden reformar seriamente lo que se presenta, son eliminados de los medios de formación de masas (media); pero si insisten, son eliminados físicamente. La eliminación física, sin embargo, no es casi nunca necesaria y queda como momento arcaico (estalinista, principalmente) de la sociedad del espectáculo.
Lo que Debord llamaba ``lo espectacular integrado'' se había realizado ya en los años ochenta, con particular perfección en Italia y Francia. En los noventa, y cuando Italia comienza un nuevo y más perfecto ciclo de destrucción democrática, España ha entrado en la cola de los países con espectáculo integrado. El momento ``integral'' es aquel en el que:
dejando aparte una herencia aún considerable, pero destinada a reducirse irremediablemente, de libros y edificios antiguos (los cuales, sin embargo, son cada vez más seleccionados y puestos en la perspectiva que mejor conviene al espectáculo), ya no existe nada, ni en la cultura ni en la naturaleza, que no haya sido transformado y polucionado según los medios e intereses de la industria. Incluso la genética ya es plenamente accesible a las fuerzas dominantes de la sociedad.
Con sus taras seculares, España ha alcanzado ya el espectáculo integral, del que da una versión un poco caricaturesca pero de eficaz funcionamiento.
Cuando se produce el espectáculo integral, lo verdadero desaparece y lo falso que aparece, aparece como lo único verdadero por ausencia de todo lo demás. Un circuito cerrado y obsesivo de informaciones ocultadoras, falsas o deformadoras, convierte a lo falso en lo único verdadero, sin posibilidad de comprobación. La historia se desintegra en presentes puros que no dejan huella. Naturalmente, el pasado es también a/histórico, como se ha podido comprobar con la desaparición de la Guerra Civil española en España, sobre la cual comienza a dudarse incluso de su existencia.
En tales circunstancias, todo cuanto se presenta es arte y todo el arte que se presenta es verdadero. La sociedad ha alcanzado su momento de máxima artisticidad y todo lo que produce es falso pero imposible de comprobar. La comprobación o reprobación sólo podrían venir del personal mediático, pero estos empleados son sumamente prudentes:
La avalancha de idioteces que se lanzan espectacularmente sólo podría ser criticada por los mediáticos mediante respetuosas rectificaciones o protestas, pero no suele suceder así ya que, además de su extrema ignorancia, por solidaridad de oficio y de alma con la autoridad general del espectáculo (y la sociedad que en él se expresa), los mediáticos se sienten en la obligación, para ellos extremadametne placentera, de no apartarse ni un milímetro de una autoridad cuya majestad ha de mantenerse siempre a salvo.
Un ejemplo sencillo y ampliable al conjunto de las prácticas (médicas, científicas, económicas, etcétera) es el de los expertos en meteorología que trabajan para las cadenas de televisión. Su ciencia y su conciencia les dice que va a llover desaforadamente durante el fin de semana, pero el gremio de hostelería, las compañías de autopistas, los dueños de la gasolina y similares, así como los banqueros y políticos que deben satisfacer el espectáculo, les prohíben que llueva en la televisión. Sus informaciones (seguidas masivamente por fascinados televidentes) son obras maestras en el arte de hacer verosímiles las deformaciones, ocultaciones y falsificaciones de algo que, por otra parte, salta a la vista. Cada año, este proceso produce varios muertos en las monstruosas riadas de otoño y primavera.
Por esta razón, en las cadenas de televisión más férreamente controladas por el poder burocrático se suelen añadir mediaciones atmosféricas de la polución, etcétera, que siempre dan resultados muy buenos para la salud. El ``espacio ecológico'' de esta sección en el canal catalán TV3 lo financia una de las empresas más polucionadoras del mundo.
En tales sociedades, cuyo modelo administrativo es el de la Mafia, el arte ha alcanzado su máxima racionalidad: el valor artístico lo fija la venta, y punto. Pero no por ello ha terminado la tarea de los artistas:
Desde que el arte ha muerto, sabemos que es sumamente fácil disfrazar de artistas a los policías [...] Atrhur Cravan veía venir ese mundo cuando escribía en Maintenant: ``Pronto ya no veremos por la calle más que artistas, y dará un trabajo ímprobo encontrar un hombre.''
De manera que los artistas hacen de policías: dicen quién es artista y quién no lo es, o denuncian a los ciudadanos que detestan las obras de arte que ellos producen. Recuerdo al lector que muchos artistas son ahora galeristas, críticos de diario, presentadores de televisión, o simplemente burócratas de la administración del espectáculo. Todos ellos están obligados a mantener el orden en y del arte.
Hace pocos meses, una experta en productos artísticos amenazaba desde los medios de formación de masas a todos aquellos que no apreciaran sus exposiciones como jefa de un ente. Algún díscolo que respondió a sus amenazas fue inmediatamente considerado mal ciudadano y poco patriota. Lo mismo sucedió en Barcelona cuando las autoridades nacionalistas instalaron una piedra del artista Subirachs en la plaza de Cataluña, en donde sigue todavía.
La falsificación generalizada lo convierte a todo en arte. Si lo que se vende como ``automóvil de lujo'' es un fraude que dura tres años y lo que se vende como ``filete de ternera'' es veneno hormonal, resulta a todas luces lógico suponer que lo que se vende como ``arte actual'' o incluso como ``arte de vanguardia'' no ha de ser otra cosa que la falsificación del arte convertida en verdad por ausencia de arte verdadero.
No todo ha de ser negativo, sin embargo: con el desarrollo de la sociedad del espectáculo crece inexorablemente un sistema de autodestrucción imprevisible e incontrolado, ya que, como sucede en todas las mafias, no existen mecanismos de renovación que no pasen por la liquidación física del jefe, del heredero, de ambos, o de los organismos por ellos controlados. Es de suponer, por lo tanto, que entramos en un periodo histórico de extrema violencia que ya se ha inaugurado en el subcontinente ruso, cuyas actuales convulsiones no son, como cree mucho columnista post-estalinista, el comienzo de un futuro orden, sino el anuncio del desorden que se nos viene encima. Quizá por eso se suicidó Debord antes de ayer.