Trompadas, novias, charamuscas, tortitas de Santa Clara, rosquitas, picones, duquesas de clara de huevo, camotes, trabucos, palanquetas, pepitorias y así podríamos llegar al infinito, mencionando los dulces de todas las regiones del país. Pueblo de ``diente dulce'', el mexicano ha disfrutado este sabor desde la época prehispánica.
Eran múltiples las mieles que utilizaban: de abeja, hormiga, maguey, maíz y tuna. Asimismo, las frutas eran otra fuente inagotable, tanto que hicieron a la célebre marquesa Calderón de la Barca llamarlas ``postres que cuelgan de los árboles''. De esto no hay la menor duda; baste recordar el mamey, mango, zapote, guayaba, tuna, que se disfrutan frescas o cocinadas en alguna de las múltiples formas que ha desarrollado la creatividad popular: en conserva, cristalizadas, en ate, jalea o mermelada. Varias de ellas son especialidad de alguna parte, como San Luis Potosí o Querétaro, con sus exquisitas frutas delicadamente cubiertas de fino azúcar convertido en cristales.
Estas recetas surgen del encuentro de las cocinas mexicanas y europea, con su toque negro y oriental. Factor decisivo fue el cultivo de la caña, que dio el azúcar, apreciada en el viejo mundo y rápidamente adoptada en el nuevo. Las especialidades que nacieron en los fogones mestizos con frecuencia eran acompañamiento de las fiestas importantes, tornándose en sí mismas una tradición.
¿Cómo concebir los Días de Muertos sin las calaveras de dulce, el sabroso pan y la calabaza en tacha? o los Santos Reyes sin la rosca cubierta de fruta azucarada y su ``niño'', que conlleva la tamalada del día de la Candelaria. Esto también tiene carácter regional; son innumerables los sitios que festejan a su Santo con una golosina especial.
Todo esto milagrosamente subsiste, aunque con una presencia mucho menor, por la ``modernidad'' que inventó el confite industrializado, cambiando las suaves manos del artesano dulcero por las impersonales máquinas que uniforman el producto, con lo que se evita lo que afortunadamente aún sucede con cada palomita de almendra, que tiene un piquito distinto y diferente mirada, según el alma y ánimo de quien la creó.
Estas exquisiteces se pueden encontrar en lugares especializados del Centro Histórico: tiendas ¡exclusivamente de golosinas! y en algunas de ellas todo lo artesanal y más fino de diferentes partes de la República. Quién no conoce la Dulcería de Celaya, ese establecimiento precioso en la avenida 5 de Mayo, con su decoración auténtica del siglo pasado, que incluye cristales biselados, grandes espejos con marcos dorados, maderas bellamente labradas y yesería estilo rococó, que compite con el de muchas de las garigoleadas confituras.
En la misma vía esta La Gardenia, que tiene algo de dulce artesanal, gran surtido del moderno y bastante de los que dan nostalgia a los que ahora se acercan al medio siglo de edad: pirulíes, azúcar candy, trompadas, gomas duras, corazoncitos perfumados en colores pastel, cigarros de chocolate, diminutas botellitas de azúcar rellenas de licor, y tantas otras sabrosuras que acompañaron los caballitos, yoyos y trompos de madera, las muñecas con cara de trapo y los patines de cuatro ruedas, que se amarraban con correas y se ajustaban con una llave que se colgaba al cuello con orgullo.
En la calle de Donceles, cuyo antiguo nombre un tiempo se cambió a Canoa, en el tramo comprendido entre Chile y Palma, se encuentra la dulcería La Canoa, del mismo corte de la anterior. Se ubica en una hermosa casona colonial que ha restaurado amorosamente el dueño, quien con muy buen gusto allí vive, como pronto lo haremos muchos que queremos disfrutar todo el tiempo las maravillas del Centro Histórico, comenzando por sus soberbias construcciones.
Vale la pena recordar que la calle se llamó Canoa porque allí pasaba una acequia en el siglo XVI, que se cruzaba con uno de los caños por los que se distribuía el agua potable; para que no se interrumpiese el paso del líquido, se colocaba un caño de madera, llamado canoa.
A la vuelta de este histórico lugar, en la calle de Tacuba, acaban de inaugurar una sucursal de los afamados Bisquets de Alvaro Obregón, en un lugar agradablemente remodelado, con un ambiente siglo XIX, muy acorde con la casona y sitio. El menú, de muy buen precio, es el mismo de su progenitora: bisquets en diferentes modalidades, antojitos, bizcochos de todas clases y delicioso chocolate espumoso.