León Bendesky
Pensar el asunto de Perú

La captura de la embajada de Japón en Lima había acaparado la atención internacional desde el pasado diciembre, en vísperas del fin de año. Después de cuatro meses, el comando del MRTA estaba firmemente instalado con 72 personas a las que mantenía como rehenes, mientras que no parecían fructificar las negociaciones para desactivar el conflicto. Finalmente hace unos días el Ejército peruano asaltó la embajada, tuvo dos bajas, liberó a los rehenes --entre quienes hubo un muerto-- y eliminó a los 14 miembros del grupo guerrillero Tupac Amaru. Todo esto es conocido.

Pero los hechos ocurridos en Japón levantan muchas preguntas que no pueden ser fácilmente dejadas de lado cuando las diferencias políticas y sociales se siguen dirimiendo con la violencia. Tal vez el asunto de Perú tenga que ser dividido, para aproximarse a algunos de sus significados. La acción del MRTA provoca varios cuestionamientos. Es difícil justificar un acto terrorista como éste. La pregunta límite aquí puede ubicarse en términos personales, ¿cuál sería nuestra posición en caso de estar directamente involucrados en el secuestro, o bien alguna persona cercana? En ese caso lo más normal sería estar del lado de Fujimori y de la decisión de rescatar por la fuerza a los rehenes. El secuestro de la embajada involucraba riesgos y los que lo realizaron aceptaban explícitamente las consecuencias. Asimismo, el Ejército realizó una acción decisiva y no tenía por qué mostrar ninguna complacencia con los terroristas; según la lógica del poder del Estado su intervención tenía que ser decisiva y ejemplar. Es más, no hay desde esta óptica razón para preocuparse por los derechos humanos de los secuestradores, puesto que ellos violaron los de sus víctimas. En ese terreno la discusión puede terminar ahí.

Y, sin embargo, hay otras distancias necesarias para pensar esta situación. La lógica de la violencia del MRTA se resolvió con la lógica de la violencia del Estado. ¿Era necesario el tiro de gracia a los 14 secuestradores?, y hay a quien le parece sospechoso que entre todos los rehenes sólo haya muerto el magistrado Carlos Giusti, quien no parecía gozar de toda la simpatía del gobierno. Todo esto no debe llevar de nuevo al romanticismo de eso que se llama la épica guerrillera, y lamentarse de que no haya sido el Estado quien perdiera en aras de una justicia que sería complicado plantearse a partir de este acontecimiento. Pero si no es alentador el secuestro de la embajada japonesa, tampoco lo es la actitud del presidente Fujimori, vestido con chaleco antibalas arengando a sus tropas (el Mariscal Fujimori, lo ha llamado Jorge Edwards), o posando ante los muertos del comando como si fuesen trofeos.

Fujimori es la antítesis de lo que dice representar, ese Estado democrático que no le cuaja; representa los elementos más negativos de una política y una economía que a escala mundial hoy no tienen contrapesos efectivos. La popularidad que obtuvo con la decisiva acción frente a los secuestradores o el apoyo que tiene que darle al Ejército para sostenerse él mismo en el poder, no deben confundirse con otra cosa más que lo que realmente es.

El terrorismo sigue siendo un método para las reivindicaciones de diversos grupos, en América Latina, en el Medio Oriente, en Japón y en la civilizada Europa. Una lección del caso peruano es la necesidad de eliminar las causas de ese terrorismo, y de no olvidar que si es condenable el secuestro que realizó el MRTA, lo es también el terrorismo de Estado que puede perpetrarse de manera abierta, como ha ocurrido en Argentina y Chile o, de manera socavada, como ocurre cotidianamente en todos los países de la región y por muy diversos métodos. En fin, el caso peruano no puede plantearse de modo simple, y la manera como se resolvió deja muchas líneas abiertas a la reflexión y a la definición de la acción política.