El problema con ciertos lectores es que además de disfrutar de una lectura determinada queremos compartirla y hacer ver a todo mundo cuanto nos dio a nosotros. Y el problema con ciertas lecturas es que además de placer nos proporcionan tantos tipos de gozo, y nos abren tantas líneas de estudio, que un lector no erudito, lo que es mi caso, no sabe cómo empezar a compartir sus propias impresiones. De modo que lo haré sin pretender saber cómo lo hago.
Así, y para establecer mi posición, diré que padezco de una inclinación natural hacia la literatura picaresca, quizá porque me habría gustado vivir, por lo menos temporalmente, en los bajos fondos de la sociedad y, en vista de que por una razón u otra no lo he llevado a cabo, me conformo con leer fantasías o realidades de quienes sí lo han hecho, o a sus vez querido hacer, directa o indirectamente, a través de la literatura.
Hay infinidad de ejemplos clásicos en este terreno, pero hoy me detendré en Rinconete y Cortadillo, una de las Novelas ejemplares de Cervantes. Escrita con tal claridad, vigor y gracia, de entrada cualquiera le atribuiría dos particularidades: que es autobiográfica y que es obra de juventud. Y, aunque ampliando el sentido de los términos lo es, la verdad es que Cervantes la escribió casi al final de su vida y, que se sepa, su relación con los bajos fondos fue más bien circunstancial. Sus asuntos con la ley tuvieron que ver con su pobreza, o con la conducta errática de su hija, y no con acciones llamables antisociales en las que él se hubiera visto metido de forma intencional. Pero que el mundo de la picaresca lo atraía es evidente.
Basta con ver cómo describe a los dos muchachos protagonistas, ``de hasta edad de catorce a quince años'', en su primer encuentro a las puertas de una venta: ``Ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados''; o la manera en que hace que ellos se abran el corazón el uno al otro para fincar la naturaleza de su relación. En palabras de Rinconete, el mayor de los dos, el hijo de familia, el intelectual en ciernes y sólo de paso por los bajos fondos, leemos: ``(...) imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte, y pienso que habemos de ser de este hasta el último día de nuestra vida verdaderos amigos''. De hecho, estas pinceladas iniciales no sólo conquistan a un lector como yo sino que ponen de manifiesto quizás las características esenciales del pícaro: su desenvoltura en la gracia y la amistad.
Lo que no es todo. Después viene la exposición de sus razones para encontrarse en ésas, y la de las habilidades particulares de cada uno que les han permitido mantenerse hasta ese momento, y que los llevarán a ingresar por la puerta grande en la cofradía de criminales de ``aquella tan famosa ciudad de Sevilla''. ``El camino que llevo es a la ventura'', habla Cortadillo, hijo de sastre y odiado por su madrastra. Y, por más que se considere maestro en el oficio de cortar gracias a su padre, cree que la suerte lo tiene ``arrinconado'', por lo cual, en lugar de polainas, se ha visto orillado a ser experto en bolsas, es decir en cortarlas. Su amigo le da la razón: ``Todo eso y más acontece a los buenos, y siempre he oído decir que las buenas habilidades son las más perdidas''.
El pasaje anterior recoge otros elementos comunes a la picaresca: la suerte como factor determinante en el sentido que tomarán los conocimientos individuales, sea para ``el bien'' o para ``el mal'', disyuntiva que cuestiona precisamente lo que es el bien y lo que es el mal según cada sociedad, y lo que apunta al valor de la ética presente en los bajos fondos, donde el bien y el mal se entienden desde su propia perspectiva.
Al ingresar en la cofradía, Rinconete advierte cómo es la cosa, y lo hace con el mejor de los ánimos. Admira ``la seguridad que tenían y la confianza de irse al cielo con no faltar a sus devociones, estando tan llenos de hurtos y de homicidios, y de ofensas de Dios''. Nuestros dos amigos no sólo eran los más jóvenes e inexpertos del grupo, sino que por ``su presencia agradable y su buena plática'', merecieron los mejores tratos y simpatías del resto. Pero de nada habría valido semejante recepción de no ser por el ingenio de ambos, otro factor imprescindible en el pícaro.
Es divertido y emocionante constatar cómo, a pesar de que Rinconete se da plena cuenta de que el lenguaje con que se comunican sus susperiores es de muy bajo nivel, no por eso él deja de respetarlos ni de decidir seguir entre ellos por lo menos un tiempo. Para sus adentros celebra haberlos oído decir ``por modo naufragio'' en lugar de ``por modum sufragii'', o que ``sacaban el estupendo'' en vez del ``estipendio''.
Por último, y también como rasgo del verdadero pícaro, los atisbos de valentía, por parte de Rinconete en especial. Cuando el temible jefe de la cofradía pide a los novicios sus datos, Rinconete, con argumentos simples pero sólidos, osadamente se niega a dar su apellido y protege a Cortadillo en idéntico sentido. Entre otros motivos, por eso los llaman, a uno y otro, ``el Bueno''; pero que el asunto denota sentido del honor y la dignidad por lo que hace a los dos amigos es indudable; conmovedor e indudable