La Jornada 24 de abril de 1997

Pese a su temor por la altura de la ciudad, Pavarotti cantó y triunfó

Pablo Espinosa Ť El concierto de Luciano Pavarotti en Bellas Artes estuvo a punto de ser cancelado: escasos minutos antes de su inicio, el tenor italiano manifestó que, debido a la altura de la ciudad de México, no se sentía bien de salud. Debieron intervenir el presidente del CNCA y el director del INBA para que al final el representante del artista (a quien esperaban 2 mil personas para verlo y oírlo en vivo, y otras 20 mil en tres lugares estratégicos de la ciudad de México, para seguirlo a través de pantallas gigantes) tomara la decisión final --todo este episodio aconteció, de acuerdo con varias versiones recabadas, en el camerino del divo, en Bellas Artes-- y Pavarotti salió finalmente a escena, cantó y triunfó. Marcó así un capítulo histórico en la vida musical de México.

Consultado para confirmar las versiones de la virtual cancelación, el titular de la Compañía de Opera de Bellas Artes, Gerardo Kleinburg, matizó:


El tenor, en concierto. Foto: Carlos Cisneros

``Sería exagerado decir que estuvo a punto de cancelarse el concierto, magnificar lo que sucedió; yo estuve en el camerino: desde días antes Pavarotti había manifestado su temor a la altura de la ciudad de México y de presentarse ante un público conocedor de ópera, el de Bellas Artes, y poner en riesgo su prestigio de tantos años. Se llegó a considerar, sí, la posibilidad de hacer un anuncio al público en el sentido de que Pavarotti no se sentía del todo bien, pero él pidió que no se hiciera y que, en todo caso, el concierto empezara un poco más tarde. Pero la incertidumbre no llegó al nivel de la posibilidad de cancelar.''

Pero, finalmente: Luciano Pavarotti unplugged:

Si bien la en todos sentidos inmensa figura de don Pava ha crecido --así haya bajado una treintena de kilos desde que formalizó hace pocos meses su relación con Nicoletta Mantovani-- merced al enjambre trasnacional del mercado de la música, su presentación la noche del martes en el Teatro de Bellas Artes tiene varios sentidos capitales: primero, el privilegio de escuchar en vivo, sin micrófonos, la voz desnuda del tenor por antonomasia en nuestros tiempos, que cierra la línea inaugurada hace exactamente un siglo por su paisano y modelo Enrico Caruso; también, el privilegio de oírle 29 minutos exactos de canto, tiempo promedio en que suele intervenir un tenor en una representación operística de repertorio (para oírle cantar las dos horas que dura el programa tendría que tratarse de un recital de lied, pero no era el caso) y, last but not least, al estar desprovista de la amplificación eléctrica su voz, se mostró en una plenitud esplendorosa, a pesar del esfuerzo notorio.

Fue una demostración apabullante de su genio, una experiencia que los más exigentes melómanos puedan pocas veces disfrutar en toda una vida, una velada escalofriantemente bella, inolvidable por las alturas interpretativas de un tenor cuya mayor parte de su fama obedece al efecto deslumbrante de sus notas altas y su potentísimo volumen (la parte que ha privilegiado la industria de la música) pero que, por el lado más estrictamente musical, tiene en él sutilezas, profundidades, virtudes inalcanzables para otros tenores en el mundo: entre otras maravillas, la riqueza de su timbre, los variados colores de su voz, la sapiencia y la conformación de un estilo inconfundible, recio, histórico.

Todo eso fue palpable desde la mismísima primera aria que ejecutó: Quando le sere al placido, luego de que la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, dirigida por el húngaro Janos Acs, presentara la obertura de la ópera Luisa Miller de don Giuseppe Verdi que te quiero Verdi. Uno oye cantar esa aria a Pavarotti y cuando el escucha vuelve en sí nota que los ojos se le han inundado de lágrimas. La palabra sublime tiene sentido.

Apenas ha iniciado el canto de don Pava y ha llegado ya a lo sublime. Esperaríase una velada trascendental, sin embargo lo que sigue es una dosificación sapientísima de algunas de las arias que ha hecho aún más célebres: alternando sus constantes apariciones/desapariciones del filo del proscenio hacia y desde su ya habitual casita/túnel/refugio ubicada a tres metros del proscenio para evitar fatiga, con apariciones de un flautista medianón (Andrea Griminelli), muy apto para restaurante de ricos (que aplaudieron, en Bellas Artes, a rabiar, los numeritos fláuticos) y un Coro del Teatro de Bellas Artes que estuvo estupendo, al contrario de la Orquesta de los mismos apellidos, que sonó desastrosa desde la obertura, no obstante el tout Mexique reunido en Bellas Artes (la banca, la industria, la polaca, los viejos y los nuevos ricos) aplaudió a rabiar, presa de eyaculación precoz en las manos (aplaudición precoz, je) acusando su villamelomanía y su primera vez al sentirse extraviado en el interior (¿perdone, dónde queda el baño, joven?) del palacio de marmomerengue.

Ciertamente el aria verdiana inicial proporcionaba los elementos para que don Pava conmoviera hasta las lágrimas en su primera aparición, pero era al mismo tiempo visible el esfuerzo descomunal que hacía el gigantesco italianísimo: jalaba aire casi desesperadamente a cada calderón para acometer la siguiente frase, subir el tono, mantener la tensión dramática de una voz incomparable en su belleza.

En adelante, cantaría don Pava a pura fuerza de colmillo: sus 36 años en escena y sus 62 de edad, puestos al servicio del sentido absoluto del timing, la contención, la mesura y el tono exacto para hacer estallar de júbilo por igual a villamelones que a expertos, sin necesidad de soltar la voz en pleno.

En Bellas Artes, más de cien kilos de ópera pura, un peso completo del bel canto, un cetáceo celestial en esplendor, en lo que los clásicos, parafraseándose, denominarían la noche de las probaditas frías:

A las 21:14 inició el concierto, con la obertura en desconcertada (y hasta desafinada) intervención de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, y cinco minutos después apareció don Pava para cantar la primera aria, la más larga de todo el programa: 4 minutos con 28 segundos, para dar paso a --diría don Pava en italiano al regalar su segundo y último encore: su espectacular versión a O Sole mio-- uno de los dos himnos nacionales alternativos de Italia: el Va pensiero de la ópera verdiana Nabucco, y así continuaría toda la velada: con probaditas de canto pavarottianas en arias de entre dos y tres minutos de duración, alternadas con la flauta gastronómica de Griminelli y un par de intervenciones afortunadas del coro.

¿Hay Pavarotti para rato? Sus esfuerzos en Bellas Artes antenoche podrían hacer pensar en un esplendor próximo al retiro, más las condiciones de un solo recital, sobre todo en situación adversa debido a la altitud sobre el nivel del mar en este caso, no podrían encaminar a una predicción unánime. Por lo pronto, es el más grande tenor de nuestros tiempos.

Por lo pronto, entonces, don Pava sigue siendo El Gran Chingón.


Mejor saludó Pavarotti que Lucero

Con un público de la ópera, diverso y entusiasta, que ``vino a ver y no a ser visto'', se apreció en la explanada del Palacio de Bellas Artes, mediante una pantalla gigante, el concierto de Luciano Pavarotti. La cita estaba marcada para las 21:00 horas, sin embargo desde las 14:00 empezaron a ocuparse las tres mil sillas y una línea de gradas con capacidad para dos mil personas. Para las 20:00 horas, frente a Bellas Artes, a un costado del Eje Central y la Alameda, se arremolinaban más de 7 mil 500 ávidos oyentes quienes en su mayoría no pudieron, ``por falta de dinero y no de ganas'', adquirir un boleto para el concierto.

Adentro, el tenor cantaba ante un micrófono sin bocinas, afuera 52 bocinas y una pantalla de 3 x 4 metros transmitieron con fidelidad imagen y voz a un atento público que no se distrajo, a pesar de que en algún momento el aire se enrareció con los olores de alguna coladera cercana, y a pesar también de la circulación sobre el Eje Central y avenida Juárez de decenas de automóviles, tráileres y camiones de carga.

La ópera, espectáculo para mayorías

En el intermedio se transmitió la biografía de Pavarotti y una entrevista en vivo con Carlos Monsiváis: ``Es el público que viene a ver, no a ser visto. Es un entusiasmo por la cultura que con la presencia multitudinaria me parece un hecho extraordinario que marca una nueva etapa. La idea de un Palacio de Bellas Artes con sus butacas llenas como el único receptáculo de buenos conciertos pasó a la historia. La ópera hace mucho que dejó de ser un espectáculo minoritario, hoy es casi el equivalente del rock y estar aquí y comprobarlo tan vivamente no deja de representar un paso''. El tenor termina de cantar, es aplaudido desde afuera. La gente se levanta y grita: ¡Que salga! Y una señora vestida modestamente comenta a sus dos hijas adolescentes: ``Mejor salió (a saludar, desde la terraza, al público que lo esperaba en la calle) este gran señorón que es Pavarotti, como no lo hizo Lucero en su boda''.

Al término del concierto una valla de guaruras con walkie-talkies esperaba la salida de sus patrones que cenaban y brindaban con champaña en el vestíbulo de Bellas Artes. En tanto, el ingenio comercial y la picardía ofrecían en pregón: ``lleve el compa, el casé del concierto'', cuando de lo que se trataba era del disco con el recital de Bosnia.

Bellas Artes, diferente al Auditorio

No se ve, no se escucha, no se siente ni se vive igual a Pavarotti en vivo --en Bellas Artes-- que en ``pantalla gigante'' en el Auditorio Nacional, donde sólo aplaudieron los que gracias a la transmisión en directo se instalaron virtualmente en la mole de mármol y se comportaron como si pudieran ser oídos por el tenor.

Pavarotti con la interpretación de Granada, de Agustín Lara, logró romper la gelidez de un público que se sentía un poco extraño. Cuando la pieza terminó, los aplausos devinieron en tímida ovación. Los asistentes al Auditorio, quizá por nacionalismo o por entender la letra de la canción, sintieron la mágica furia de la ópera y se dejaron llevar, al grado de aplaudir más que en todo el recital.

Pese a que desde un día antes, de acuerdo con desplegados del INBA publicados en algunos periódicos, las localidades gratuitas para ver a don Pava en el Auditorio Nacional se habían agotado, este recinto para 10 mil personas sólo albergó tres cuartas partes de su capacidad. Parecerá lugar común, pero hubo reventa, o mejor dicho, como las localidades fueron gratuitas, hubo intentos de venta fuera del recinto. Por un lugar en la parte baja pedían cien pesos aunque aceptaban negociar el precio.

Desde las 20 horas, el público comenzó a llegar al local del Bosque de Chapultepec. Hombres de traje y mujeres ataviadas tipo ejecutivo predominaban, pero conforme la hora del concierto se aproximaba, los jeans y la ropa casual comenzaron a imponerse. En ningún momento las puertas de entrada se vieron con aglomeraciones.

Sí hubo diferencia. No es lo mismo Pavarotti en Bellas Artes que en el Auditorio Nacional, pues existió algo más que el hecho de pagar por un boleto; se impuso la necesidad de la cálida vivencia a la fría virtualidad de una pantalla.

CNA: no cantó las del disco de Bosnia

En el Centro Nacional de las Artes (CNA) más de 3 mil personas y una luna llena que de vez en vez se escondía entre las nubes, cubrieron la Plaza de la Música, donde en una diminuta pantalla --según la visión del espectador de la fila cien-- se transmitió el concierto de Pavarotti, en vivo, desde Bellas Artes.

Lo de pantalla gigante fue sólo para las primeras diez filas, después de ahí, era como ver un televisor de 14 pulgadas. El sonido, en cambio, fue muy bueno. Sin embargo, el aire mezclaba en algunos lugares la voz de Pavarotti con el rumor de los grillos, los motores de los autos que circulaban sobre Río Churubusco y los ronquidos de los aviones.

Una hora antes de que el concierto iniciara ya estaban ocupadas, al menos, la mitad de las sillas colocadas en la plaza. Alumnos del CNA, familias con niños --que después del intermedio estaban ya dormidos--, casi todos bien abrigados para soportar el frío. A nadie se le permitió estar de pie o sentado en el piso.

``¡Qué maravilla que organicen esto! ¡Qué desastre, no veo nada! ¡Se pueden callar, por favor! Silencio, respeten, esto no es un cine'', eran los comentarios que se escuchaban minutos antes de que apareciera en la pantalla el tenor. En ese momento el silencio fue total, apenas roto por un zapatazo dado a un cara de niño que intentó picar a una espectadora.

Susurros: ``¡qué voz!, ¡qué gordo!''. Y la gente, muy respetuosa, escuchaba más que ver, para luego aplaudir tímidamente: ``si es una pantalla, ¿para qué aplaudes?'', reclamó una madre a su hija.

Durante el intermedio, el público celebró los comentarios de Carlos Monsiváis, sobre todo cuando dijo que ``son millones los que aprecian esta música y aquí esta la prueba'', refiriéndose a la gente que no pudo pagar los boletos para ver a Pavarotti en Bellas Artes.

Fue una noche desangelada, sin gran entusiasmo por el concierto, breve en comparación con la expectativa que la visita del tenor causó en la ciudad. Al finalizar, muchos se retiraron desanimados porque Luciano ``no cantó las del disco de Bosnia'', pero ``asistimos a un concierto de ópera'', replicaron con orgullo otros. (Carlos Paul, Angel Vargas y Mónica Mateos)