No sé bien si el encargado de la policía antidrogas de la Casa Blanca, Barry McCaffrey, tiene una cabal comprensión del apotegma juarista sobre el respeto al derecho ajeno. Fue una buena puntada haberlo sentenciado durante su más reciente visita a nuestro país, pero dudo que lo comprenda bien desde el sólo hecho de que para él es incuestionable que el combate al narcotráfico en México necesita ante todo, la supervisión y certificación del gobierno estadunidense.
Pero tampoco estaría tan seguro de que quienes conducen nuestras relaciones con el colosal vecino recuerdan bien que las exigencias de respeto prescritas por Juárez suponen, antes que nada, darse uno mismo a respetar. Hablando claro, Estados Unidos sólo respeta a quien habla con firmeza y contrarresta los embates que recibe con medidas equivalentes. Esa actitud --que en otros tiempos nos valió ser reconocidos como una nación honorable-- hoy es diametralmente distinta.
Esto ha sido claro desde que se negoció el TLC con América del Norte que tiene ya tres años de vigencia. Hay quienes dicen que valió la pena nuestra abyección puesto que de otro modo el sector externo de la economía no habría tenido el desempeño de los últimos años. Gracias a eso, el comercio bilateral con Estados Unidos se incrementó 63 por ciento, al pasar de 89 mil a 146 mil millones de dólares entre 1993 y 1996.
Nuestro saldo con este país fue superavitario en 18 mil millones de dólares en el último año, y se sostiene que si no fuera por el buen trato que nos dispensan en Washington, muy probablemente Clinton no hubiera acudido a nuestro llamado de auxilio cuando el barco se hundía en diciembre de 1994. Reiteradamente se nos recuerda que somos socios, como si deveras persistieran las simetrías entre ellos y nosotros.
A cambio de mantener una sociedad tan dispareja se soporta toda clase de gibas. Esto es particularmente evidente en materia comercial --y a pesar de los instrumentos del TLC-- donde el evidente retozo estadunidense con nuestros productos también afecta nuestro decoro. Cito dos casos: el del atún y el del cemento. En ambos se han aplicado sanciones cuya fundamentación es a todas luces infame.
El embargo atunero data desde febrero de 1991 en atención a una demanda --política más que ecológica-- de proteger la vida de los delfines que mueren en cada lance de redes de los pescadores mexicanos. A raíz de ese hecho, se redujeron las exportaciones calculadas en 40 millones de dólares anuales y se perdieron por lo menos 30 mil empleos. La flota pesquera, básicamente anclada en Ensenada, se redujo de 85 a 38 barcos en lo que va del embargo.
La afectación es clara, aunque tiene su lado bueno en el logro de los productores y envasadores de atún de un incremento sustancial en el consumo interno como consecuencia del reacomodo. Lograron asimismo reducir la mortandad de 15 a 0.3 delfines por lance desde hace varios años; pero el embargo atunero se mantiene. En el gobierno estadunidense se juguetea con el asunto abriendo esperanzas de que el fin terminará, y cerrándolas al gusto y acomodo de sus intereses.
Con el caso del cemento ocurre algo similar. Acusados de competencia desleal por un supuesto ejercicio de dumping, los cementeros mexicanos fueron sancionados en agosto de 1990 con un arancel de 107 por ciento, que como graciosa concesión se redujo a 103 por ciento a principios de abril. Luego, como que les remordió la conciencia en el Departamento de Comercio y considerados al fin, los técnicos reconocieron que se les había pasado la mano; bajaron enseguida el arancel a 74 por ciento y esperan que Cemex y otros productores ya se sientan satisfechos.
Pero no pueden sentirse satisfechos ante las evidencias de arbitrariedad en la aplicación del impuesto y ante su innegable trasfondo político en defensa de las incompetentes cementeras estadunidenses. Los productores mexicanos de cemento dan incluso por descontada una intervención más vigorosa del gobierno mexicano en el asunto, que ya les han costado millonarias transferencias de dinero. La política que se recomienda es la de aguantar vara, así queremos darnos a respetar.
En su próximo encuentro con Clinton, el presidente Zedillo tiene la oportunidad de enterrar de una vez por todas el ``espíritu de Houston'' --aquel que Salinas y Bush santiguaron como inspirador de una nueva era-- y abocarse a hablar con gallardía, no con la mansedumbre acostumbrada, ante a su interlocutor. La agenda de casos que nos vilipendian es extensa y solamente dándonos a respetar nos van a respetar. Menos mal que el encuentro se realizará el día 6 de mayo y no el 10. Eso hasta ahora es lo más respetable.