La Jornada Semanal, 20 de abril de 1997
Enero de 1914
Mi querido Proust:
Desde hace varios días no abandono su libro; me lleno de él con deleite, me sumerjo en sus páginas. ¡Ay de mí! ¿Por qué me resulta tan doloroso amarlo tanto?...
Haber rechazado este libro quedará para siempre como el más grave error de la NFR, y (como tengo la vergüenza de ser en gran parte el responsable de esto) una de las tristezas, de los remordimientos más dolorosos de mi vida. Me parece, con toda probabilidad, que en esto se advierte la presencia de un destino implacable, ya que es una explicación de veras insuficiente de mi error decir que me había hecho de usted una imagen después de unos pocos encuentros ``en sociedad'', que se remontan a hace casi veinte años. Para mí, usted seguía siendo ese tal que frecuenta asiduamente a las señoras X... y Z..., ese que escribe en Le Figaro... Lo creía -¿se lo debo confesar?- ``uno del grupo de los Verdurin''.
Un esnob, un mundano diletante, lo más molesto que pudiera haber para nuestra revista. Y el gesto, que hoy entiendo tan bien, de ofrecerse a ayudarnos a publicar el libro, que habría sido para mí fascinante si lo hubiera comprendido bien, no ha hecho más que confirmar, ay, mi radical error. No tuve a disposición sino uno de los cuadernos de su libro, el cual abrí con mano distraída, y la mala suerte quiso que mi atención cayera de inmediato en la taza de manzanilla de la página 62, para luego resbalarme, en la página 64, en la frase (la única del libro que no logro de verdad explicarme hasta ahora, ya que no soy capaz de esperar a terminarlo del todo antes de escribirle) que se refiere a una frente de la que se transparentan las vértebras.
Y ahora no me basta con amar este libro, percibo que siento por él y por usted mismo una especie de afecto, de admiración, de predilección singulares.
No puedo seguir... Tengo demasiados remordimientos, demasiados dolores -y sobre todo si pienso que quizá mi absurdo rechazo pudo haber tenido consecuencias para usted, que lo habrá hecho sufrir, y que hoy yo merezco ser juzgadoÊpor usted, injustamente, tal como yo lo había juzgado a usted. No me lo perdonaré jamás, y es sólo para aliviar en algo mi dolor que me confieso ante usted esta mañana, suplicándole que sea indulgente conmigo, más indulgente de lo que yo mismo no consigo ser.
André Gide
Enero de 1914
Mi querido Proust:
Vuelvo a escribirle porque ayer oí decir que ningún contrato lo liga expresamente a Grasset ni lo obliga a entregarle los otros dos volúmenes de En busca del tiempo perdido. ¿Es de veras así?
La NFR está lista a sostener todos los gastos de publicación, y a hacer hasta lo imposible porque el primer volumen se agregue a los sucesivos en la misma colección, en cuanto se haya agotado la edición actual. El Consejo de la NFR lo decidió en su reunión de ayer (volví de Florencia sólo para participar en ella) por unanimidad y con entusiasmo; me han encargado de comunicárselo a usted, y hablo en nombre de ocho fervorosos admiradores de su libro. ¿Demasiado tarde?... ¡Ah!, en tal caso, que una palabra suya ponga rápidamente fin a mis esperanzas.
Su admirador,
André Gide
12 o 13 de enero de 1914
Mi querido Gide:
He experimentado más de una vez que ciertas grandes alegrías tienen como condición que hayamos sido privados antes de una alegría de inferior calidad, la cual merecíamos, y sin el anhelo de la cual no habríamos podido nunca conocer la otra alegría, la más bella. Sin el rechazo, sin los repetidos rechazos de la NFR, no hubiera recibido nunca su carta. Y si las palabras de un libro no son totalmente mudas, si (como creo) ellas se parecen al análisis espectroscópico y nos informan sobre la composición interna de esos mundos lejanos que son los demás individuos, no es posible que después de haber leído mi libro usted no me conozca lo suficiente para saber con certeza que la alegría de recibir su carta supera infinitamente a la que hubiera sentido al ser publicado por la NFR. Puedo decirlo con mayor razón porque, cuando conocí la disposición desfavorable de la NFR, no simulé para nada que me hubiera dejado indiferente. Su amigo (creo que casi puedo decir nuestro amigo), el señor Copeau, se lo puede decir. Mucho tiempo después de los últimos rechazos de parte de su revista, al tiempo que le deseaba buena suerte para su teatro, le escribía a él (no recuerdo las palabras precisas, pero el sentido era este): ``Pero las resistencias que usted va a encontrar, por parte de personas que no pueden comprender su esfuerzo, serán menos crueles para usted que las que encuentro yo por parte de personas que deberían comprender el mío. Recuerde usted que, para poder sentir mi libro editado en la atmósfera que me parecía conveniente para el mismo, tuve que echar a un lado mi amor propio y sin dejarme descorazonar, a pesar de tener un editor y un periódico, los abandoné para solicitar a ustedes un editor y una revista que no quisieron saber nada de mí, de ninguna manera; sigue siendo cierta la palabra del Evangelio: Deseaba entrar en su casa, y los suyos no lo acogieron.'' Recuerdo que le citaba esta frase y le decía que era fácil condenar el boulevard, pero que no era necesario ni siquiera mandar otra vez al boulevard a aquellos que no están hechos para él, pero que escriben en los periódicos tan sólo porque las revistas que mejor se les acomodarían no quieren saber nada de ellos. Si le digo todo esto, mi querido Gide, es para demostrarle que soy completamente sincero al decirle que los sentimientos que tengo hacia usted (además de mi profunda admiración) son tan sólo los de una conmovida gratitud. Si usted se lamenta por el dolor que me produjo (y lo hizo también de otro modo, que prefiero explicarle de viva voz, si mi salud me permite hacerlo alguna vez), le suplico que no se apene por ello ya que usted me ha dado una felicidad mil veces más grande que la herida anterior. Si usted es tan bueno que se alegra o se aflige según el bien que ha hecho (y yo sé que es así por sus estupendos Apuntes de un jurado), entonces alégrese. ¡Cómo quisiera yo ser capaz de poder dar a alguien a quien amara la alegría que usted me ha dado a mí! Mire, recuerdo lo siguiente. Hace poco le decía que había deseado que la NFR me publicara, para poder sentir a mi libro en la noble atmósfera que en mi opinión merecía. No era sólo esto. Usted lo sabe: cuando después de mucha indecisión uno resuelve al fin partir para un viaje, el gusto imaginado que nos ha hecho decidirnos, cuya imagen fija ha terminado por imponerse sobre el fastidio de dejar la propia casa, etcétera, es a menudo un gusto muy pequeño, arbitrariamente escogido en la memoria de entre los recuerdos del pasado... como el de comerse un racimo de uvas a esa hora, con aquel mismo tiempo. Y ese gusto que nos hace partir, al regresar nos damos cuenta de que no lo hemos tenido. Ahora bien, para ser verdaderamente sincero, ese pequeño gusto que me hizo decidirme -enfermo como estaba- a emprender de repente esas absurdas gestiones con el señor Gallimard, y luego perseverar en el intento, etcétera, fue, eso lo recuerdo muy bien, el gusto de ser leído por usted. Yo me decía: ``Si la NFR me publica, es muy probable que él me lea.'' Recuerdo que ése fue el racimo de uvas refrescante, cuya esperanza me hizo superar el fastidio de las llamadas por teléfono que quedaban sin respuesta, etcétera, al mismo tiempo que ``los del boulevard'' me hacían en cambio solicitudes muy gentiles. Pero ahora yo ese gusto, mucho más afortunado que el viajero, he podido finalmente sentirlo, no como creía, no cuando creía, sino más tarde, de otra manera, y muchísimo más grande, en la forma de esta carta suya. Bajo esta forma he ``recobrado'' el Tiempo perdido. Se lo agradezco y lo dejo, pero para permanecer con usted, para seguirlo, esta noche, por las Cuevas del Vaticano.
Su devotísimo y agradecido,
Marcel Proust
Sin fecha
Querido amigo (me permitirá, ¿no es verdad?, que use con usted este término que me resulta realmente necesario, este término poroso que languidece de abuso, vaciado por nosotros de todo sentido, pero que recobra vigor maravillosamente cuando lo dirijo a usted, lleno de todo lo que mi corazón siente):
Recibo a pocas horas de distancia su primera carta, su libro, y en este instante su segunda carta, como señales repetidas que provienen de un planeta donde todo es tan sólo, no orden, calma y voluptuosidad, sino nobleza, grandeza moral, belleza conmovedora y suprema. Le contestaré en cuanto esté un poco menos enfermo: tendría que levantarme para poder buscar mi contrato, porque ya no recuerdo absolutamente lo que dice. Sin embargo, aunque me dejara en plena libertad, no creo que haría uso de ella, por temor de ser poco gentil con relación a Grasset. Recientemente, Fasquelle (donde debía salir inicialmente el libro) me solicitó (de modo indirecto, es verdad, y no puedo sostener que él lo haya hecho de manera tan formal como me dijeron) permiso para publicar el segundo y el tercer volumen. No lo pensé ni siquiera un segundo, por no querer dejar a Grasset. Para la NFR, la cosa cambia. Es el honor que yo más he anhelado, usted lo sabe, y le ruego que agradezca de mi parte a sus amigos por habérmelo otorgado. Pero no puedo dejar que el deseo de decir sí me haga actuar incorrectamente con respecto a Grasset. Voy a pensarlo, y le escribiré dentro de algunos días. (En todo caso, si tomara esta decisión, y no creo que lo haga, pondría como condición absoluta que los gastos de publicación corriesen enteramente por mi cuenta.) ¡Cómo me conmueve la bondad de sus amigos!, hágaselos saber, se lo ruego. A dos de ellos les debía ya gran reconocimiento: al señor Ghéon y al señor Riviére (pienso que están entre los ocho de los que usted habla) por las cartas que me escribieron. La del señor Ghéon era aún más noble (y me ha producido un placer mayor del que podría haberme dado un ``buen artículo'') por cuanto yo me había permitido escribirle que no estaba muy contento con lo que él había escrito sobre mí en la NFR. Me he arrepentido mucho de ese gesto de impaciencia. Aunque los eventos, a la larga, me han dado una especie de justificación. Le había dicho de los malentendidos que su artículo habría suscitado y del daño que le habría hecho a mi libro. Desde entonces (lo que demuestra por lo demás la autoridad que él tiene) he recibido ya no sé cuántos recortes de periódicos en los que algunos críticos, que tienen tanta capacidad de asimilación como de olvido, citan como si fueran propias frases suyas: ``El señor Proust no es capaz de rechazar nada. Ha hecho lo contrario
de una obra de arte.'' Me agradó recibir esos recortes porque retrospectivamente me excusan, al menos hasta cierto punto, de haber escrito esa carta de la que tanto me había arrepentido después de la admirable respuesta que me envió de inmediato el señor Ghéon.
Querido amigo, es tan agradable conversar con usted, que me fatigo demasiado y tengo que dejarlo sin haberle podido decir nada de lo que quería decirle. Volveré a escribirle dentro de algunos días. Y luego, un día, si estoy mejor, trataré de verlo. Ahora que usted ha entendido, ¿no es cierto?, que mis sentimientos por usted son tan sólo de reconocimiento, de afecto, de admiración, me voy a atrever, en la dulzura del coloquio íntimo en el que las palabras sucesivas pueden retocar las palabras precedentes y no tienen el carácter despiadadamente definitivo y ne varietur de una carta, a confesarle el motivo de resentimiento que tenía contra usted y que mucho ha oscurecido su adorable bondad. El cansancio me obliga a dejarlo, por ahora, pero le aseguro que es con verdadera ternura que estrecho su mano.
Marcel Proust
P.D. Podría ser que usted pensara en pedirle a Grasset que no se enojara conmigo si yo le quitara mi libro. Le ruego que no lo haga, porque sería como revelarle que he tenido el deseo, la intención de hacerlo. Y esto solo ya no sería muy amable. Voy a pensarlo bien. Si considero que lo puedo hacer, será preferible que dé el paso con decisión. Si en cambio no me atrevo, es mejor que él no sepa nunca que lo estuve pensando.
Nota y traducción: Héctor Abad Faciolince