La Jornada Semanal, 20 de abril de 1997


JE NE COMENCE PAS

Claudio Magris

Claudio Magris es autor de El Danubio, novela-ensayo (o "novela sumergida", como él prefiere llamarla). Especialista en las literaturas de lengua alemana, Magris ha escrito ensayos luminosos sobre Musil, Canetti, Broch, Kafka y Schnitzler, entre muchos otros. Su libro Dentro de las palabras, recoge estampas periodísticas acerca de los muchos temas que le interesan de la cultura centroeu ropea. En este ensayo impar, Magris se ocupa del autor de A diestra y siniestra, La leyenda del santo bebedor y La noche 1002, el cronista perdurable de la disolución del vasto imperio austro-húngaro: Joseph Roth.


"Quelque chose pour commencer, monsieur?'', preguntaba el camarero al cliente que estaba sentado a la mesa del pequeño restaurante parisino, absorto y silencioso, sin decidirse a ordenar nada, ni siquiera un aperitivo. ``Je ne commence pas'', respondió finalmente el señor, mientras seguía alisándose los bigotes amarillentos de nicotina. ``Yo ya no tengo nada que empezar, estoy acabado.''

En su irónica y casi complacida desesperación, Joseph Roth no estaba equivocado; al poco tiempo, atacado por un colapso mientras hablaba con los amigos en su mesa habitual del Café Tournon, sería transportado al hospital Necker, el hospital de los pobres, donde moriría pocos días después, el 27 de mayo de 1939, a las 5:45 de la mañana. El informe médico indicaba como causa de su muerte una neumonía, desarrollada a partir de una ligera afección bronquial que había degenerado durante su breve estadía en la casa de beneficencia; en las últimas horas, amarrado con correas a la cama del miserable cuarto de hospital, Roth había sucumbido a los desvaríos del delirium tremens, agravado por la repentina falta de alcohol que los médicos, despiadadamente, le negaban al buen bebedor, aumentando así su sufrimiento y apresurando su agonía.

Sus verdaderas últimas palabras, Roth las había dicho mientras subía, vacilante y sostenido por los amigos, a la ambulancia que debía llevarlo al hospital. Después de haber puesto con dificultad un pie en el estribo del vehículo, se había apartado de golpe, con trémula aunque intrépida galantería, para cederle el paso a Madame Alazard, la fiel propietaria del Café Tournon, y a Friederike Zweig, la ex esposa de Stefan Zweig, quienes lo acompañaban a su hospitalización y a su final: ``Primero las damas.''

El certificado de defunción redactado por el hospital, no mencionaba su actividad literaria y, más aún, lo definía como un individuo sin oficio. No cabe duda de que esta calificación lo habría complacido, ya que en los últimos meses de su autodestrucción, en los cuales había también compuesto -con una mágica e irreal lucidez- algunos de sus más grandes relatos, Joseph Roth se había empeñado en proclamar la vanidad de la literatura, es decir, la vanidad de su único trabajo posible. También le hubiera gustado la errónea indicación de su lugar de nacimiento, que no era el verdadero sino una de las tantas ficciones con las que él, perseguido por la historia en una fuga sin fin y continuamente despojado de su identidad y de su pasado, mistificaba y falseaba su vida, para reinventarla otra vez y para salvarla de la destrucción en una saga abusiva y conmovedora. Una biografía de Roth -recientemente David Bronson ha escrito una muy exhaustiva- debe tener que vérselas sobre todo con las noticias imaginarias y contradictorias que el propio Roth difundió sobre sí mismo. Su verdadera biografía es esta mistificación, con la cual el aedo del crepúsculo de la vieja Europa y de la misma identidad personal enmascaró su propia odisea.

Ya los antiguos exhortaban a desconfiar de los poetas, que dicen muchas mentiras. Pero al mismo tiempo sabían que aquellas mentiras eran también la verdad del destino de los poetas y de los hombres, la secreta verdad de sus sueños, de sus dolores y del juego con el que se intenta mantener el dolor bajo control. Roth sabía que el poeta y el individuo moderno, para sustraerse a la inagotable tenaza del anonimato y del poder, se deben entrenar en un juego mucho más sutil y difícil que el de los antiguos: deben ser capaces de disimularse y transformarse, como los héroes de las metamorfosis, inaferrables en cualquier rígida forma definitiva, y se deben volver acróbatas y funámbulos, siempre en equilibro sobre la cuerda de la ficción.

Intérprete y autor de su propia leyenda, Roth confunde sus orígenes y, hasta que la suerte se lo permite, su misma muerte. Confiesa diferentes indiscreciones sobre su nacimiento e inventa varias versiones sobre la misteriosa figura del padre; modifica la nacionalidad de la madre en diversas variantes y declina en dosis a veces distintas su ascendencia hebraica; transforma los galones de cabo del ejército austro-húngaro, durante la primera guerra mundial, en insignias de oficial. Se vuelve en los últimos años, sobre todo en el exilio parisino, legitimista habsbúrgico, después de haber sido socialista y anarquista en su juventud. Finge con apasionada convicción creencias monárquicas y fe católica, sin renegar -eso sí- de su judaísmo, y disemina entre sus amigos confidencias discrepantes acerca de su conversión al catolicismo y su fidelidad a la religión judía. También en este caso el juego consiste en enmascarar la verdad; en las últimas obras de Roth un universalismo católico, imperial y tiernamente comprensivo con los fugaces errores de la carne, se acompaña fraternalmente con su sentimiento hebreo de la vida, entendida como exilio, y con una espera mesiánica, identificada con una pasión por anularse a la que al mismo tiempo, sin embargo, se resiste con tenacidad.

La mistificación es, no obstante, también un disimulado juego con la nada, que disuelve incluso esas figuras de una esperanza (hebrea y católica) amada pero ilusoria. Director póstumo de sí mismo, Roth casi parece haber inspirado aun su grotesco y conmovedor funeral: la incomodidad y el mal humor entre los amigos, que no sabían si celebrar el rito católico o el judío; la solidaridad de tres mujeres amadas (la actriz Sybil Rares, nacida en Bucovina, la lituana Sonia Rosenblum y la mulata Manga Bell, su compañera de los últimos años), unidas en la tristeza por su muerte; la corona negra y amarilla ofrecida en nombre de su majestad Otto de Habsburgo, el monarca austriaco en exilio y jamás coronado; el ramo de claveles rojos tirado a la fosa por su compañero Egon Erwin Kisch, jefe de la guardia roja vienesa, a nombre también de los otros comunistas y socialistas; la guirnalda roja-blanca-roja de la Liga para Austria espiritual, aquella Austria cuya idea universalista, como se ha dicho, fue descubierta e inventada cuando el Estado que debería haberla encarnado había dejado de existir.

A Joseph Roth no le correspondió esa muerte tranquila y suave que le había tocado al santo bebedor de su leyenda, y que él mismo se había augurado. Consagrado con altiva indiferencia a su propio ocaso, vivió su última temporada en una febril agitación, sólo contenida por un irónico estilo aristocrático. A los 45 años (había nacido en Volinia el 2 de septiembre de 1894) estaba física y moralmente destruido. Sus rasgos muestran una cara envejecida y brillante de sudor, la espalda doblada, los ojos aguados -entrecerrados, bien sea por somnolencia o por temor de la luz- en cuyo fondo se anida sin embargo una mirada que observa fijamente y con sarcasmo la nada.

La vida se había acabado de verdad para Roth y él fue el poeta de este final. En su obra y en su existencia ese fin posee muchísimos rostros, que son no obstante sólo las variantes de un único desastre: la disolución del imperio habsbúrgico, que él vive como despedida de la totalidad y de la coralidad épica; la insensata tormenta de la historia, que arrastra al individuo de oriente a occidente y viceversa, en la búsqueda vana de una patria; la transformación tecnológica del totalitarismo moderno, llevada a su culminación por ese nazismo que persigue por toda Europa, con sus victorias, al fugitivo.

Roth puede terminar como el último de los Trotta, quien al alba, mientras las tropas nazis entran en Viena, no sabe a dónde ir, después de haber saludado la cripta de sus emperadores; o bien, como el ``superfluo'' Franz Tunda de Fuga sin fin, que la novela abandona, apático y aturdido, en medio del flujo vehicular de una calle parisina; o también, como el mercader de corales, el judío Nissen Piczenik, quien sueña con la calma del fondo del mar.

El ocaso de Roth es al mismo tiempo una nostalgia del fin y una lucha contra esa nostalgia. En París, último refugio en Europa libre del fascismo, Roth vive una existencia de vagabundo cuya casa es el hotelucho o el café, últimas imágenes acogedoras de un mundo que desconoce ya la intimidad. Egocéntrico y generoso, vive de préstamos solicitados con arrogancia, y se prodiga en una ayuda incansable a las innumerables víctimas de la tragedia histórica, a las que él asiste con el impulso de quien ha entendido que la mano que se extiende hacia el que sufre vale más que la mano que se dedica a escribir. Imagina imposibles planes políticos para combatir el nazismo; lo persigue la paranoia y se nutre exclusivamente de alcohol pues sólo come una galleta al día; sabe que el Pernod le quita años de vida, pero sacrifica estos últimos a las semanas o a los meses que el Pernod todavía le permite vivir.

Fascinado por la muerte, Roth se prohibe esta atracción y predica el deber, humano y religioso, de vivir para servir a los demás y luchar contra el nazismo. Instaura un juicio apocalíptico contra toda la historia moderna, injusto y pueril en su maníaca condena absoluta, pero profético en algunas intuiciones fulminantes. En este juicio universal él llega a ser su propia víctima, al vivirlo en primera persona hasta disgregarse, pero es también capaz de fijarlo a través de la translúcida magia de sus parábolas, mucho más altas que sus novelas, en ocasiones apresuradas e indulgentes con el patetismo. Como dijo una vez de su padre, su especialidad era también la melancolía, pero una melancolía capaz de un humor imprevisto, como la del bufón, y de un desprecio majestuoso. Reconocía su propia disolución pero también veía, con obsesiva certidumbre, que Hitler y el Leviatán serían derrotados.

Roth es el acróbata que al final se cae de la cuerda floja en la que se mantenía en equilibrio, pero que se precipita con un estilo intrépido. Pocos meses después de su muerte, su esposa Friedl, internada desde hacía mucho tiempo en un manicomio, sería asesinada por los nazis con los demás enfermos. Ya nada nos horroriza, había dicho Roth, y es esto precisamente, añadía, el verdadero horror.

Traducción: Héctor Abad Faciolince