La Jornada Semanal, 20 de abril de 1997
La visita de un cometa siempre ha sido motivo de una gran fascinación. Con frecuencia, la historia se enlaza con algún evento astronómico, como la aparición de un cometa, que se relaciona con desgracias, guerras, muerte de personajes famosos y acontecimientos felices. Baste mencionar la estrella de Belén, que ha sido identificada con un cometa: por otra parte, en 1516, el ``cometa de Moctezuma'' anunció, según sus astrólogos, el advenimiento de la desintegración de su imperio. Sin ir tan lejos en la historia, en estos días hemos podido constatar con indignación y tristeza cómo en San Diego, California, en una de las áreas de mayor actividad científica, astronómica y espacial del planeta, donde el acceso a la información astrónomica es también amplísimo, la aparición del Cometa Hale-Bopp ha servido como una señal para que los miembros de la secta ``La Puerta del Cielo'' iniciaran ``el viaje'' a cambio de sus vidas. Así pues, podríamos concluir que, en efecto, los cometas sí pueden resultar perjudiciales para la vida humana.
La tragedia de San Diego, además de ser motivo de reflexión sobre varios aspectos de psicología social, educación y cultura, también es un recordatorio de la responsabilidad inexcusable de que los científicos se ocupen de divulgar sus hallazgos, lo que entre muchas otras cosas servirá para combatir supersticiones.
Los cometas son cuerpos de forma irregular formados principalmente de hielo de agua, de bióxido de carbono y de otros compuestos volátiles mezclados con polvo y pedruzcos inmersos en una matriz pétrea, de dimensiones que van desde unos pocos kilómetros hasta varias decenas en su eje principal. El cometa Halley tiene unos 14 km de diámetro, mientras que el Hale-Bopp (uno de los mayores) posee unos 40 km. Como se ve, los cometas son cuerpos muy menores comparados con los planetas, los satélites y aun los asteroides.
Los cometas son los escombros que han quedado de la formación del sistema solar y, en buena medida, gracias a la acción gravitatoria de los planetas gigantes (principalmente Júpiter), han sido barridos del interior del sistema planetario hacia la periferia donde, por su gran distancia con el Sol (miles de veces la distancia de la Tierra al Sol), se encuentran hibernando a muy baja temperatura. Estos escombros cometarios son numerosísimos: se estima que alrededor de un millón de millones de cometas circulan en una nube alrededor del Sol desde la infancia de nuestro sistema. A esta nube se le conoce como la nube de Oort.
El tamaño de la nube de cometas es tan grande que con frecuencia el paso de las estrellas vecinas al Sol puede producir tirones gravitacionales en algunos cometas de la nube, causando tales alteraciones en las órbitas cometarias que una parte de los cometas resulta arrojada fuera del sistema, perdiéndose para la familia solar, mientras que otros son lanzados a su interior. Si en su nueva órbita el núcleo cometario se acerca al Sol tanto como para moverse al interior de la órbita de Marte o de la Tierra, el calentamiento del núcleo causado por la radiación solar produce la evaporación de los hielos que lo componen; se forma entonces una nube de vapor de agua (y de otras moléculas) mezclada con polvo y pedruzcos. Esta nube, al expandirse, llega a alcanzar dimensiones mayores que los planetas y puede ser observada como la coma o cabellera de un cometa. La presión de radiación del Sol y el viento solar, al encontrarse con los gases y partículas de polvo en la cabellera, la empujan en dirección opuesta al Sol, y así se forma la cola del cometa.
El material que forma la cabellera y la cola del cometa se pierde para el núcleo, de tal suerte que el núcleo cometario está sujeto a un proceso irreversible que lo lleva a perder una parte de su masa cada vez que se acerca al Sol, y eso puede suceder alrededor de mil veces; para entonces, el núcleo cometario acabará por perder su material volátil, quedando la matriz pétrea sin capacidad de formar la cabellera y la cola que lo identificarían como cometa; el núcleo inerte continúa moviéndose alrededor del Sol, confundiéndose con los asteroides, salvo que su órbita excéntrica (alargada) y de gran inclinación respecto al plano en que se mueven los planetas, lo delatan como el núcleo de un cometa muerto.
La pérdida del material volátil de los núcleos cometarios en un tiempo relativamente corto respecto a la edad del sistema planetario (por ejemplo, el cometa Halley, con un periodo de 76 años, no sobreviviría arriba de unos 76,000 años), y el que sigamos observando cometas, nos indica que existe un mecanismo que continuamente está regenerando la población de estos cuerpos que observamos. Este mecanismo es precisamente la perturbación de las órbitas de los cometas en la nube de Oort, por el paso cercano de las estrellas.
Cuando una estrella pasa a través de la parte más interna de la nube de cometas, causa una verdadera catástrofe: cientos de millones de cometas son lanzados al interior del sistema planetario durante 1-2 millones de años. Ante un acontecimiento así, desde la Tierra veríamos cada noche miles de cometas. El espectáculo sería fantástico pero mortal, ya que en esas condiciones la probabilidad de que uno o más cometas chocaran con la Tierra es prácticamente 1; este fenómeno, conocido como chubasco cometario, ocurre muy de cuando en cuando, se estima que en promedio una vez cada 100 millones de años.
Desde que Edmund Halley determinó en el siglo XVII la órbita del cometa que lleva su nombre, así como las órbitas de otros cometas que se internaron a la órbita de la Tierra, se ha especulado sobre la posibilidad de que algún cometa choque con la Tierra, y que de esa colisión se deriven catástrofes incalculables para la vida en el planeta. De particular interés fue la hipótesis de Pierre Louis de Maupertuis, quien en 1750 sugirió que un impacto de esa naturaleza produciría calor y cambiaría la composición de los océanos y de la atmósfera, lo que causaría la extinción de las especies. No obstante, la falta de conocimiento sobre la nube de cometas, su origen y la naturaleza de los núcleos cometarios, hizo que se olvidara esa posibilidad. Durante la segunda guerra mundial, como resultado del estudio de los cráteres formados por la explosión de las bombas, se cayó en la cuenta de que los cráteres en la Luna, así como algunos cráteres en la Tierra, no son de origen volcánico sino el resultado de impactos de meteoritos, asteroides y, posiblemente, cometas. Llegar a esta conclusión fue el resultado de un largo debate entre los estudiosos del tema.
El advenimiento de la era espacial, con las investigaciones realizadas por medio de las varias sondas espaciales enviadas a la vecindad de los planetas y sus satélites, mostraron que, salvo las superficies planetarias protegidas por densas atmósferas, las demás exhibían, a semejanza de la Luna, superficies densamente cubiertas de cráteres de impacto, lo que reveló la universalidad y frecuencia del fenómeno de las colisiones con cuerpos menores (meteoritos, asteroides, cometas) del sistema planetario.
Gracias a los geólogos y paleontólogos hemos podido reconstruir la historia de la superficie del planeta y de la vida; por ellos sabemos que una multitud de especies ahora desaparecidas vivieron mucho, como es el caso de los dinosaurios que se extinguieron hace 65 millones de años. El estudio de los fósiles muestra que ha habido un proceso continuo de evolución de especies que desaparecen para ceder su espacio a otras mejor adaptadas a las circunstancias ambientales. Sin embargo, a lo largo de este proceso evolutivo existen discontinuidades caracterizadas por la desaparición masiva de especies en ciertos periodos ``breves'', geológicamente hablando. Se han reconocido cinco grandes extinciones en los últimos 500 millones de años, de las cuales la más reciente y la mejor documentada corresponde a la transición del Cretácico al Terciario (K-T), hace 65 millones de años. La razón de estas extinciones masivas era un gran misterio. No fue sino hasta 1980 cuando Luis Alvarez, en colaboración con W. Alvarez, F. Asaro y H. Michel, todos de la Universidad de California en Berkeley, propusieron, en un artículo verdaderamente revolucionario, que hace 65 millones de años un asteroide de unos 10 km de diámetro chocó con la Tierra, a una velocidad de 70,000 km por hora. El fundamento experimental de esta hipótesis se basa en un descubrimiento de Alvarez y sus colaboradores: la marcada sobreabundancia del elemento químico Iridio -muy escaso en la corteza terrestre, pero mucho más abundante en los meteoritos y asteroides- en la transición K-T estudiada en Gubio, Italia.
La energía liberada en la colisión de dicho objeto con la Tierra fue estimada por Alvarez y todo el equipo, en el equivalente a 10,000 veces la energía contenida en las bombas nucleares almacenadas en todos los arsenales de la Tierra. La liberación de tal cantidad de energía en un punto de la superficie terrestre en una fracción de segundo, habría generado una enorme masa de polvo que, arrojada en la atmósfera terrestre, se habría expandido globalmente por un año o más, impidiendo la llegada de la radiación solar al suelo y produciendo con ello una baja de temperatura sin precedentes y la interrupción de la fotosíntesis. Esta catástrofe ambiental habría generado la muerte de muchas especies y la ruptura del equilibrio alimentario entre ellas.
El descubrimiento de la sobreabundancia de Iridio en el K-T y su interpretación en función de la colisión de un asteroide de 10 km de diámetro, abrieron una nueva perspectiva sobre la evolución de la vida en el planeta. Desde entonces, el paradigma darwiniano de una evolución gradual de las especies como resultado de la sobrevivencia de los más adaptados, debe complementarse con la existencia de sucesos catastróficos a escala planetaria; en estos otros eventos, los exterminados -por ejemplo los dinosaurios- no necesariamente eran los ``menos adaptados''. Entre los astrónomos, familiarizados con la evidencia de la inevitabilidad de las colisiones en el sistema planetario, estas ideas han sido recibidas con un profundo interés y con simpatía.
Desde la publicación del artículo de Alvarez se ha avanzado mucho. Se ha confirmado en muchos sitios (más de 100) la sobreabundancia de Iridio en la transición K-T, así como de otros elementos escasos en la Tierra, pero abundantes en los meteoritos. La sobreabundancia del Iridio, observada a escala planetaria, tanto en sitios que hace 65 millones de años se encontraban en el fondo marino como en lugares que nunca han estado sumergidos, fue una de las predicciones realizadas por Alvarez y colaboradores en su artículo de 1980, y al ser confirmada a posteriori dio un nuevo sustento a la teoría de la colisión.
Los críticos de esta teoría argumentaban que una colisión de esa magnitud debió haber producido una cicatriz, un gran cráter de impacto, como los más grandes que se aprecian en la Luna, a lo que Alvarez respondió que, estando la superficie de la Tierra sujeta a procesos de evolución geológica, movimiento de placas y erosión, cubierta además en su mayor parte por mares, hielos (Antártica), desiertos y bosques, lo más probable es que el correspondiente cráter de impacto ya no fuera reconocible después de 65 millones de años.
Basándose en datos gravimétricos y geomagnéticos realizados y contratados por Pemex, Glen Penfield, de una empresa norteamericana de prospección geofísica, y Antonio Camargo, de Pemex, presentaron en 1981, durante una reunión de geofísicos de exploración en Los çngeles, California, la hipótesis de que en el subsuelo de la península de Yucatán se encontraba, cubierta por sedimentos marinos, un cráter con un diámetro aproximado de 180 km, esto es, una estructura de impacto. Este resultado, a pesar de su importancia y de haber sido presentado poco después del trabajo de Alvarez, no atrajo el interés de los participantes en la reunión. La larga relación de los eventos que llevaron a la conclusión de que la cicatriz del impacto se encuentra en Yucatán, con centro en el puerto de Chicxulub, es una historia fascinante pero rebasa con mucho el marco del presente artículo.
Después de mucho trabajo y arduos debates, ya no queda duda de que la transición del Cretácico al Terciario fue causada por el impacto de un objeto extraterrestre sobre la península de Yucatán, cuando ésta se encontraba todavía bajo el nivel del mar. Después de la colisión y de los fenómenos asociados a ella, las aguas cubrieron el cráter y los depósitos marinos a lo largo de millones de años. Posteriormente, la península salió del fondo marino con el crácter intacto pero enterrado, y sólo con técnicas geofísicas muy sofisticadas ha sido posible revelar su existencia y su estructura.
Afortunadamente, las perforaciones realizadas por Pemex en la península en busca de petróleo han porporcionado material valioso que confirma la existencia de ese cráter de impacto con la edad precisa de 65 millones de años.
El estudio de las órbitas de los asteroides y de los cometas, en particular el fenómeno de los chubascos cometarios que se producen cuando una estrella penetra en la nube de cometas, parece indicar que la colisión que dio origen al cráter de Chicxulub pudo ser causada por un cometa (o varios cometas) y no por un asteroide. De hecho, el diámetro del cráter es más congruente con un objeto mayor que 10 km, pero sin tanto Iridio, lo cual indicaría que, en efecto, el objeto que chocó con la Tierra fue un cometa.
Para la mayor parte de las especies que se extinguieron al final del Cretácico los cometas resultaron no sólo peligrosos sino mortales; para los mamíferos, por el contrario, resultaron benéficos, como lo prueba el hecho de que la especie humana permanece aquí para estudiar los fenómenos que ocurrieron hace 65 millones de años, cuando una estrella cruzó el interior de la nube de cometas produciendo el chubasco cometario que dio origen al cráter de Chicxulub.