MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Gris-económico
Para medir la edad los calendarios salen sobrando: nos la dicen el espejo, las enfermedades, el número de separaciones que padecemos, las veces que enfrentamos la contunden- cia de la muerte en una capilla fúnebre. Pensé en eso mientras las moscas se burlaban de los insecticidas y convertían las paredes del velatorio en un perfecto campo de aterrizaje.
¿Por qué tenía que estar atento al revoloteo de los bichos cuando los cirios se iban consumiendo y se acercaba la hora de llevar al cementerio los restos mortales de Tiburcio Alcántara? Muy simple: porque al cabo de dos horas junto a mi antiguo compañero de trabajo, empecé a fastidiarme. Quise evitarlo, primero, buscando en mi memoria alguna anécdota de Tiburcio digna de ser recordada. No encontré ninguna y decidí acercarme a temas profundos para los que nunca tengo tiempo: la fugacidad de la vida, el rigor de la muerte; y entre un hecho y otro, las experiencias que pueden justificar la difícil tarea de vivir.
Estaba felicitándome en secreto por lo acertado de mi frase --``la difícil tarea de vivir''-- cuando entró en la capilla una mujer corpulenta, de estatura más bien baja y agobiada por el peso de un morral floreado. Verlo me irritó. Fuera cual fuera su contenido, me pareció un exceso, hasta una descortesía, ante la austeridad de la muerte.
La mujer tomó asiento al otro extremo de la capilla fúnebre. Sus jadeos me obligaron a mirarla y ella me obsequió una sonrisa desdentada. En vez de corresponder al gesto con una expresión amable, me concentré de nuevo en las moscas y decidí volver a mis elucubraciones en torno de la difícil tarea de vivir.
Incapaz de rezar, era lo menos que podía hacer ante los despojos de Tiburcio Alcántara: la ausencia de amigos y familiares, la corona de flores ajadas, los insectos en las paredes y el ataúd gris-económico me permitieron imaginar cómo había sido la existencia de un hombre que partió al otro mundo en el más perfecto anonimato.
Otra vez me sentí satisfecho. Las moscas volvieron a revolotear y la mujercita corpulenta continuó afanada en sus quehaceres. Me refiero a la forma en que se sacudió las gotas de lluvia que salpicaban su suéter palo de rosa, a la manera en que se quitó la bufanda que envolvía su cabeza y a la contundencia con que remetió la falda entre las piernas varicosas que enseguida cruzó.
Todo esto sucedía mientras la naturaleza iba obrando sus efectos sobre el cadáver de Tiburcio Alcántara, encerrado para siempre en aquel ataúd gris-económico --es decir, comprado sólo para llenar una necesidad y evitarnos a todos la mortificación de verlo descomponerse--. Lamenté que nadie hubiera tenido el mismo celo mientras Tiburcio vivió. Por más de diez años lo vimos desmoronarse, envejecer, convertirse en un trebejo asfixiado entre los archiveros y los escritorios metálicos gris-económico también que atestan la oficina de Investigaciones Privadas, empresa de la que formo parte.
Esas ideas me provocaron un estremecimiento de horror que coincidió con un gemido. ¿Adivinen de quién? Pues de la mujercita. Fingí no oírlo, crucé los brazos y con disimulo consulté mi reloj: las once. Calculé que soportaría, cuando mucho, una hora más en la capilla donde entonaban un extraño réquiem el chisporroteo de los cirios, el zumbido de las moscas y los amargos suspiros. Esa manifestación de dolor por parte de la recién llegada me despertó una irrefrenable antipatía.
Saber que estaba siendo injusto me avergonzó. Me pregunté si mi animadversión hacia la mujercita no se debía a mi imposibilidad para explicarme su presencia. ¿Por qué estaba allí? ¿Quién era? ¿Una pariente lejana de Tiburcio, una agiotista? Opté por una hipótesis más favorable a mi amigo: una amante de juventud.
Sonreí pensando que Tiburcio Alcántara, tan hábil para descubrir pistas, lo había sido también para ocultar las de su propia vida --cosa muy meritoria si les explico que, debido a la falta de esposos suspicaces y maridos celosos, todos en la oficina, menos Alcántara, nos pasábamos las horas hablando de cosas personales--. Tuve un pensamiento horrible: ¿En qué términos habría descrito Alcántara a la mujercita del morral de flores, en caso de que realmente hubiera sido su amante?
Al darme cuenta de que la mujer me observaba, avergonzado, le sonreí. Ella correspondió a mi gesto y dijo ``pobrecito'' en un tono tan suave que me conmovió y me hizo sentir arrepentido de haberla descalificado como mujer sólo por su aspecto descuidado.
Esta reflexión y el recuerdo de la frase que había descubierto en una revista -- ``jamás entenderemos los amores de los otros''-- me hicieron sentir, además de cordialidad, agradecimiento hacia la desconocida que me ayudaba a cargar la muerte solitaria --gris como su escritorio y su archivero-- de Tiburcio Alcántara.
A riesgo de propiciar una conversación que podía ser tediosa, comenté: ``Estas situaciones son siempre terribles''. Entre hipos y mal aliento la mujercita me espetó su filosofía: ``Todos sufren: los que se van, los que se quedan... La muerte no perdona. Ricos y pobres, tarde o temprano, todos somos sus víctimas''. Luego volvió a deshacerse en llanto.
Eso me bastó para dar por buena --ahora comprendo que con demasiada ligereza-- mi hipótesis de la amante de juventud. Haber descubierto, aunque fuese tardíamente, la vida secreta de Alcántara satisfizo mi orgullo profesional y me autorizó para referirme a mi amigo con mayor familiaridad: ``¿Qué le parece? Ya se nos fue el querido Tiburcio''. Mi interlocutora se sonó la nariz y repitió el nombre de Alcántara en tono de pregunta que me desconcertó y me causó ciertas dudas.
Me levanté y abrí la ventana para darle paso a la mosca. Cuando al fin se posó en la corona ajada se hizo en la capilla un silencio intolerable y lo rompí: ``Usted y Tiburcio no eran parientes ¿verdad? ¿Dónde se conocieron?''. La mujer me miró como si le hablara en un dialecto extraño, se quedó absorta en sus pensamientos y luego dijo: ``Tiburcio. ¡Qué curioso! Yo tuve un tío que se llamaba así. Lo apuñalaron en una cantina. Desde entonces pienso que todas las personas con ese nombre acaban mal. Este ¿de qué murió?''.
``¿Este?'', subrayé. La mujer se deslizó hasta la silla vecina: ``Perdón. Quise decir: su amigo''.
``Un problema cardiaco. Jamás imaginé que padeciera del corazón. Tiburcio fue un hombre muy reservado en todo. Con decirle que no sé si tiene familia, una mujer...'' Me decepcionó ver que mi interlocutora continuaba inmutable, y seguí hablando: ``Tuve un día espantoso. Ni siquiera pude ir a trabajar. Me enteré de la desgracia en la tarde, cuando llamé por teléfono a la oficina. ¿Usted cómo se enteró?''
La mujercita frunció las cejas: ``¿De qué?'' El disgusto que había sentido al ver desplomarse mi hipótesis de la amante de juventud se convirtió en impaciencia: ``Pues de la muerte de Alcántara''. Entonces escuché algo inesperado: ``¿Sabe? No tengo familia. Hace poco estuve gravísima. De no haber sido porque una vecina malició que algo me sucedía, creo que me hubiera muerto, solita, en mi cuarto. De milagro me salvé de una cosa tan horrible...''
La desconocida debió adivinar mi confusión porque se apresuró a decirme: ``Me dieron de alta el 20 de abril, hace un año. Ese día le prometí a Nuestro Señor que el 20 de cada mes visitaría las funerarias para rezarle a algún difunto y acompañarlo, de modo que no se vaya tan solo''. Ante tal explicación no se me ocurrió nada qué comentar. Estuvimos un buen rato en silencio, hasta que la mujercita habló de nuevo: ``Al cumplir mi promesa quedo bien con Nuestro Señor y de paso lloro por adelantado mi propia muerte. ¿Comprende?''
No, no comprendía nada, ni siquiera la frase que la mujer pronunció desde la puerta de la capilla fúnebre: ``Ya los acompañé, ya me voy. No me despido porque a lo mejor volvemos a encontrarnos''. Cuando me quedé otra vez solo sentí un miedo horrible: tuve la sensación de que yo también estaba muerto y de que la desconocida había llorado por mí. Inmovilizado por el miedo, sólo oía mi corazón. Luego escuché el zumbido de una mosca y la bendije.