Para mala suerte del acelerado proceso democratizante que ha puesto en marcha el presidente Zedillo, éste no ha incluido dentro de la nueva cultura presidencial la necesaria dosis de discreción o mutismo.
Antiguamente, cuando alguien quería invitar elegantemente a otro a no formular declaraciones equivocadas o comprometedoras, solía recurrir a la doble comparación de que ``la palabra es de plata, pero el silencio es de oro''.
Nadie de los integrantes de la élite gobernante actual se atrevería a recordar ese metálico y dual ejemplo a don Ernesto Zedillo, aunque muy bien le hubiera venido tomarlo en cuenta antes del atardecer del 12 de abril y, de nuevo, en la tarde del televisivo día 15 del mismo mes.
Salta a la vista que el jefe de una nación, dígalo o no expresamente un texto legal, debe mantener su imparcialidad, su equilibrio y su institucionalidad dentro de un proceso electoral que, por principio, está infiltrado de una fuerza divisoria, fraccionadora, partidista. Sin duda, el Presidente es un ciudadano, y como tal tiene el derecho a gozar de preferencias y simpatías, pero mientras ocupa la primera magistratura está obligado a guardarlas en lo más íntimo de su conciencia, para contribuir a la realización de un proceso electoral imparcial y confiable. La declaración de apoyo de un autócrata presidencial, como lo es el Presidente mexicano, es un factor contrario a la imparcialidad y a la confiabilidad del proceso. Muy poco valor político e ideológico tiene la independencia por comprobar, del IFE y demás órganos electorales, frente a una tan contundente declaración de apoyo y simpatía del presidente Zedillo a la labor del partido del Estado, tan dudosamente benéfica y tan obviamente antidemocrática.
En forma muy precisa ha señalado el valiosísimo comentador radiofónico y columnista don Miguel Angel Granados Chapa, que la conducta de Ernesto Zedillo de utilizar los medios de comunicación, de difusión y de presión de que dispone como Presidente de la República, para fines de apoyo electoral partidista, lo colocan en el área que la presente legislación de la materia tipifica como delictuosa. Utilizar los recursos y los medios de que como jefe del poder Ejecutivo dispone, para dar sustento a un partido político y a sus candidatos a puestos de elección popular, es desviar ilegalmente la utilización de esos recursos, incurriendo en una conducta delictuosa. La postura de apoyo zedillista al PRI, a su obra y a sus candidatos, no es solamente opuesta a la imparcialidad requerida, sino también cae en la zona de la ilegalidad tipificada como delictuosa.
Por otra parte, resulta manifiesta la contradicción entre la afirmación presidencial reciente de que se esforzaría por mantener una conveniente y adecuada separación entre el gobierno y el PRI, y la estentórea alabanza del propio Zedillo, aún Presidente, a las nobilísimas tareas desarrolladas por el PRI.
¿Podríamos ahora afirmar que otro de los signos distintivos de la cultura presidencial zedillista es mantener una distancia entre la Presidencia y el partido oficial?
Sin duda posible, otra de las más gruesas falsedades con que se adornaba la nueva cultura presidencial radicaba en la afirmación de que, como el más adecuado camino para la consolidación de la democracia en México, se había construido todo un admirable e infalible sistema para producir y garantizar un proceso electoral, fundado en el libre sufragio ciudadano, pleno de legalidad, de limpieza, de imparcialidad y de confiabilidad.
La ilimitada exaltación para el PRI y sus tareas, pronunciada por el presidente Zedillo el sábado 12 de abril, llenó de cieno el proceso electoral en curso, puso en claro que no existe la supuesta distancia entre la Presidencia y el partido oficial y confirmó la conciencia, hoy generalizada, de que la tarea ciudadana por realizar comprende dos etapas: primero, emitir el voto y segundo, imponer al gobierno el respeto de los resultados, aunque ello no favorezca al PRI ni a Del Mazo ni, por supuesto, al neoliberalismo de hambre, desempleo, represión militar e impunidad de los más connotados funcionarios públicos y concesionarios corruptos y de la máxima privatización entreguista.
A pesar de la ostensible voluntad de defenderlos y enaltecerlos que Zedillo demuestra para los priístas, éstos van a terminar con una respuesta contenida en dos refranes:
¡Por favor, no me defiendas compadre!
¡La palabra es de plata, pero el silencio es de oro!
Parecería aconsejable que el partido oficial imponga al jefe de la nación la regla del más estricto silencio durante el periodo electoral. De otra forma, la ``elocuencia presidencial'' se convierte en un factor fuertemente negativo para ellos.
Así, podríamos coincidir todos, con gran sentido democrático: uno de los rasgos obligados de la ``nueva cultura presidencial'' debiera ser la del silencio obligatorio, tan semejante al oro que antes llenaba arcas, hoy pletóricas de billetes verdes.