Néstor de Buen
La muerte tiene permiso

No es sólo un plagio del nombre de la hermosa colección de cuentos de Edmundo Valadés. Es, sobre todo, una lamentación.

Y es que la muerte, ese acontecimiento antes del cual todos nos sentimos un poco inmortales, a veces juega masivamente, y en otras, en estos mismos días, de manera selectiva. Como si quisiera compensar las muertes anónimas de los incendios, de los terremotos, de los tan frecuentes atentados terroristas; de las guerras; de los campos de concentración o del hambre y el frío en las carreteras de los exilios. De esas muertes que sólo se identifican en el número y en un horror que a distancia no deja de ser algo ficticio.

Ahora la muerte nos ha dedicado una buena semana de actividad. Heberto Castillo, Raúl Cervantes Ahumada; Alejo Peralta y Emilio Azcárraga Milmo, todos triunfadores en la vida, cada uno a su manera y todos de forma distinta, han cumplido inesperada o esperadamente el ciclo vital. Lo curioso es la reacción de los amigos y de los contrarios, de los que antes vituperaban y ahora elogian. O la indiferencia, en el caso de un hombre tan valioso como el maestro Cervantes Ahumada, un hombre de la Universidad, mercantilista de primer rango al que la última, inesperada competencia, ha relegado injustamente a un plano secundario.

A los universitarios nos tocará rendirle oportunamente los honores.

Al ingeniero Heberto Castillo sólo lo saludé en dos ocasiones. La primera, hace muchos años, en un acto político en que me acerqué a su asiento, me identifiqué y allí terminó todo. La segunda y última, hace apenas unos días, acompañando ambos a Porfirio Muñoz Ledo en su campaña por la candidatura del PRD a la jefatura del Distrito Federal. Frialdad y educación que, a veces, son signos de timidez.

Hace muchos años, en mis primeras andanzas como abogado de toreros, conocí a don Alejo Peralta, entonces empresario de la Plaza México, y me ocurrió entonces que ese hombre de fama difícil, empresario inflexible y capaz --se decía-- de muchas cosas, me fascinó. Miraba de frente, era muy simpático, tenía gracia en el trato y una cordialidad más allá de los convencionalismos. Lo volví a ver, hace unos meses, muy enfermo. No lo saludé.

Al famoso Emilio Azcárraga --hombre temido, criticado en todos los idiomas, empresario dominante, priísta declarado capaz de convertir a los sindicatos en simples comparsas; creador de empresas; niño mimado por la vida-- no tuve la oportunidad de tratarlo ni la busqué, tal vez porque en una remota entrevista con su señor padre, se me hizo majadero e insoportable y no fuera a ser que el hijo fuera igual. Pero me enfrenté con sus empresas en asuntos de intereses encontrados: demandas laborales, y tengo que reconocer que en todos los casos llegamos a arreglos satisfactorios que hacían presente una política laboral inteligente. Sin duda, su mérito personal.

Y ahora pienso que Heberto, desde el trato más próximo, tiene que haber sido un hombre muy grato, muy aparte de sus notables valores técnicos y políticos.

Que lo fue el maestro Cervantes Ahumada, a quien quise mucho, no tengo la menor duda. Y que dos hombres capaces de crear industrias y empleo en la medida en que lo hicieron Alejo Peralta y Emilio Azcárraga, merecen respeto y admiración absolutos. Fueron auténticos empresarios nacionalistas.

La muerte de los cuatro me impresionó.

¿Será porque fueron hombres excepcionales y esos no abundan? No lo sé.

Tal vez porque la muerte, tan activa ahora, la ve uno más cerca por el simple fenómeno de la edad, y como que se empieza a hacer uno a la idea de que está ahí, esperando, sin prisa pero sin pausa. Entonces la imaginación no descansa. Tal vez por ese fenómeno evidente de que la muerte cancela lo malo y pone de relieve lo bueno. En ese balance los contadores siempre hacen trampa.

Estos hechos, los homenajes, las múltiples esquelas que no leerán sus protagonistas, me recuerdan la puntada de Carlos I de España y V de Alemania, quien se mandó hacer un entierro en vida en su retiro de Yuste. Quería vivir su muerte. Aunque cuentan las leyendas que, como consecuencia de la muerte ficticia, Carlos V agarró un buen catarro que le produjo la otra, la de verdad.

Más vale, tal vez, renunciar a presenciar los propios homenajes póstumos.