Las impugnaciones a la presencia del presidente Ernesto Zedillo en el acto en que rindieron su protesta los candidatos a diputados y senadores postulados por el PRI, han carecido de argumentos de fondo y se han reducido a calificar el comportamiento del jefe del Ejecutivo como inoportuno, aunque los ánimos más exaltados han recurrido a epítetos irrespetuosos y símiles extravagantes.
Se ha dicho que, si bien en otros países la abierta adhesión del jefe de gobierno a su partido es legítima y su apoyo a los candidatos postulados para otros cargos, una práctica común, en México deben prevalecer reglas distintas, por el desmesurado peso político que tiene la figura presidencial y la consecuente influencia que puede ejercer sobre la inclinación electoral de los gobernados. Esta forma sutil de coacción, afirman, pudo ser normal en el pasado; pero debe ser evitada en el presente porque distorsiona el proceso de transición democrática que, en gran medida, depende de las condiciones de equidad de la competencia entre los partidos para conquistar el voto ciudadano.
Recordemos algunos antecedentes, en obsequio de los desmemoriados. Cuando se exigió --y se logró-- la exclusión del poder Ejecutivo de las funciones electorales, el objetivo era sustraerlo del doble papel que asumía en la realidad, como juez y parte en los procesos comiciales. Se aludía precisamente al supuesto lógico de que el jefe del gobierno no puede ser neutral en una contienda en la que es parte la organización política que lo llevó al poder. Ahora ya no es juez, pues no tiene autoridad ni intervención en el proceso ni en los organismos electorales. Ya no hay, por consiguiente, incompatibilidad de ninguna especie para que actúe en favor de alguna de las partes, con las limitaciones establecidas por la ley. Pero ahora se pretende exigirle que, sin ser juez, tabién deje de ser parte. Obligarlo a esa automarginación absolutamente pasiva resulta inicuo, porque toda la contienda se desarrolla en torno de su actuación. Podría asumir el papel de un convidado de piedra, si los partidos se abstuvieran de criticar su labor, sus proyectos y sus políticas, lo cual es imposible.
No hay partido cuya estrategia para ganar votos no se finque en la crítica sistemática al gobierno en funciones, porque éste se identifica, para todos los fines que les convienen, con el partido al que pretenden derrotar. Así pues, las reglas que, en aras de una peculiar concepción democrática, pretenden imponerse serían: que para ser blanco de todas las críticas, el PRI y el gobierno federal sean un binomio político inseparable; pero que el PRI no pueda siquiera recibir en un acto interno al Presidente de la República, porque la influencia positiva que deriva de esa relación es una ventaja indebida. Indisolublemente unidos, cuando se trata de quemarlos en la misma hoguera; pero separados por una ``sana distancia'' cuando los méritos y la fuerza política del jefe del gobierno puedan contribuir al prestigio de su partido.
Los postulantes de esta ``democrática'' tesis, si pudieran la convertirían en ley. Sería una ley privativa, de las que están expresamente prohibidas por la Constitución, porque sería aplicable a una sola persona, cuyos derechos como ciudadano quedarían anulados cada vez que su partido interviniera en una contienda electoral.
Quienes aseveran obsesivamente que el Presidente de la República representa a toda la nación y no sólo a una parte de ella, ¿habrán leído el artículo 51 de la Ley Suprema, que define a los diputados precisamente como representantes de la nación? Sin embargo, los diputados sobreponen a ese carácter su militancia partidista, pues son algunos de los más activos participantes en las campañas electorales de sus correligionarios. Emplean constantemente las instalaciones del recinto legislativo para hacer proselitismo y usan la tribuna (aunque ningún proyecto de ley o decreto se encuentre a discusión) para abordar asuntos de naturaleza estrictamente electoral, con el propósito deliberado de que los medios impresos y electrónicos difundan sus pronunciamientos.
Con perdón de algunos colegas y amigos que se han dejado llevar por la corriente, desde hace unos días se ha pretendido confundir la equidad con la ley del embudo, y ésta se ha querido aplicar, sin éxito, al Presidente de la República.