En 1995, los videoastas Ben Norborg y Bo Sand realizaron para la televisión sueca un excelente mediometraje, Socialismo o muerte, en el que denunciaban la tragedia de más de 200 jóvenes rockeros cubanos que habían elegido autoinocularse el virus del sida en la sangre, como una forma de protesta desesperada contra la marginación y el hostigamiento cotidiano a que los condenaban las autoridades castristas. Los cineastas Iván Arocha y David Hernández habían denunciado ya esa situación en el cortometraje Al margen del margen (EUA/Cuba, 93), con entrevistas y testimonios de familiares de seropositivos en el centro de atención-detención denominado Los Cocos. En Estados Unidos, el exiliado cubano Vladimir Ceballos, quien también aparece en el documental sueco, realiza Maldito sea tu nombre, libertad, e insiste en denunciar la descalificación moral de las víctimas, que señala como comportamiento delictivo todo aquel que se aleje de la ortodoxia dominante. De acuerdo con los testimonios fílmicos mencionados, al paciente con sida se le brinda en Cuba el mejor trato posible (buena atención médica, buena alimentación en pleno periodo especial), a cambio de conculcarle derechos tan elementales como el de la libre circulación. La justificación totalitaria es siempre la misma: a las mayorías se les debe proteger de la influencia o posible acción perniciosa de las minorías segregables (rockeros, seropositivos, drogadictos u homosexuales).
Esta realidad, integrada en una ficción romántica (una suerte de ``Romeo y Julieta en las ruinas del socialismo''), es uno de los puntos clave que aborda Azúcar amarga, la cinta más reciente de León Ichaso, director cubano de 48 años, exiliado en Estados Unidos desde 1963, y realizador de Crossover dreams (85), con Rubén Blades, y Sugar Hill (94), con Wesley Snipes. Ichaso es también autor y director de varios capítulos de la serie televisiva Miami Vice.
En Azúcar amarga son también aspectos recurrentes la experiencia del exilio y la separación de las familias, la brecha generacional, los amores contrariados por la adversidad social, la sensación de culpa y frustración de antiguos revolucionarios que después serían disidentes, luego exiliados y finalmente denostadores implacables, a su vez absolutistas, de la experiencia que alguna vez alguien calificó de estalinismo tropical.
Los propósitos de denuncia social de Azúcar amarga son claros, pero su parentesco con expresiones fílmicas de disidencia política muy valientes que con oportunidad se han reseñado en México, desde Conducta impropia, de Néstor Almendros, hasta 8a, el caso Ochoa, de Orlando Jiménez Leal, es mínima. A diferencia de esos documentales, cuyo vigor deriva de la voz de los propios afectados y de una crónica directa que no requiere sobredramatizaciones, la cinta de Ichaso presenta serias limitaciones expresivas que no logran superarse en forma imaginativa o inteligente. Aborda temas importantes que sistemáticamente banaliza al volverlos materia de melodrama rutinario y recurre a los estereotipos más obvios.
En Azúcar amarga, Cuba es todo lo pintoresca, alegre y rumbera que pueda imaginar cualquier funcionario de turismo local. Los clichés que evitó Tomás Gutiérrez Alea en su estupenda Memorias del subdesarrollo (68), Ichaso los promueve como símbolos de cubanía. Parece decir la cinta: la gente en Cuba camina hoy por las calles como un fantasma de otra época, sin rumbo fijo, sin esperanza, pero su alegría proverbial le permitirá sobrevivir y esperar la llegada redentora del poscastrismo. Con este nivel de representación y con su recurso a actores, situaciones y lenguajes de telenovela, Azúcar amarga no consigue ser persuasiva o convincente. La denuncia vigorosa que puede inspirar el caso de Bobby, el rockero seropositivo, se diluye en el tremendismo de las imágenes, en el estilo videoclipero, frenético, forzadamente modernista, de la fotografía; la revuelta moral de Gustavo se encamina a un desenlace hollywoodense de irrenunciable vocación sensacionalista. ¿Qué credibilidad puede tener una cinta sobre Cuba que ignora por completo el bloqueo económico y coloca en primer plano la bandera estadunidense sobre la cabeza de un enfermo de sida (¿símbolo de libertad, de hospitalidad? Dígalo así a cualquier extranjero seropositivo expulsado hoy de Estados Unidos).
Azúcar amarga se fotografió en blanco y negro, y con ello se intentó reflejar una Habana vieja, intemporal, monocromática, y equilibrar también esas imágenes con las de Santo Domingo, donde se filmó gran parte de la película. Es de lamentar que ese esfuerzo de ambientación tenga como correspondencia un guión banal y previsible, donde el anticastrismo naufraga en un mar de sentimentalismo revanchista