Ana María Aragonés
Historia de un migrante
Un día de abril de 1982, un mexicano, como tantos otros connacionales que traspasan la frontera común con Estados Unidos en busca de una vida mejor, enfrentaría, sólo dos meses después de haber pisado el territorio del vecino país, una de las tragedias más grandes que puede vivir un ser humano: ser acusado y condenado a muerte por dos homicidios, de los cuales siempre se declaró inocente. Durante quince años permaneció encerrado en una cárcel de máxima seguridad, y el 16 de abril de 1997 recuperó su libertad, al desistirse el juez Frank Maloney de promover un nuevo juicio en su contra. Ayer volvió a su tierra natal, donde fue recibido por sus familiares, amigos y vecinos.
Salvó la vida, pero perdió quince años que no tienen vuelta. Finalmente, las justas decisiones de los jueces Frank Maloney y Kenneth Hoyt, la presión de sus familiares, de diversos grupos de derechos humanos que estaban convencidos de su inocencia, así como las gestiones diplomáticas y consulares del gobierno mexicano, tuvieron como respuesta final su liberación.
La solidaridad a la que convocó Ricardo Aldape y los fallos judiciales señalados deben, a pesar del terrible, prolongado e injusto castigo sufrido por Aldape, hacernos sentir un poco mejor y recuperar cierta confianza en los seres humanos. Ante la conclusión positiva de este caso vuelve a ser posible creer que, a pesar de las aberraciones judiciales y la discriminación --no hay que olvidar que se trataba de un mexicano indocumentado en tierra de creciente xenofobia-- pueden cambiarse destinos que parecen inexorables.
Aquel muchacho migrante es ahora un hombre de 35 años que, seguramente, iniciará una nueva en condiciones totalmente distintas a las que conducen a la emigración laboral. Tal vez, en sus años de reclusión y aislamiento, no pensó que su vuelta al país habría de ocurrir en un ambiente de fiesta y de regocijo por parte de sus compatriotas. Pero es triste que este antiguo migrante haya debido enfrentar una circunstancia tan extrema para poder volver con la esperanza de superar aquellas condiciones que lo obligaron a marcharse. No deja de causar cierta amargura que la atención del país no se vuelque desde el inicio sobre los millones de trabajadores que, desde el momento en que cruzan la frontera, enfrentan tal indefensión que pueden acabar en las celdas de la muerte.
La historia tiene un final feliz, pero ello no significa que no sea una historia de horror; la de un migrante indocumentado que pensó alcanzar el paraíso, ese que nuestros vecinos se solazan en difundir y cuyo símbolo más preclaro es la estatua de la Libertad. En otros términos, aunque el de Ricardo Aldape es un caso límite, todos los hombres y mujeres que deciden trasplantar sus raíces en la búsqueda de una vida digna pueden, potencialmente, llegar a encontrarse en situaciones semejantes. Ello, sin olvidar que muchos otros como él, sin llegar al riesgo inminente de la cámara de gas, la silla eléctrica o la sala de la inyección letal, deben cotidianamente enfrentarse a un idioma y costumbres que no entienden, a malos tratos, al racismo, a la xenofobia y a la angustia perenne de ser detectados por la patrulla fronteriza o por los empleados del SIN.
Finalmente, además de esta culminación afortunada, la historia de Ricardo Aldape tiene una obligada moraleja: debemos empeñarnos en la construcción de un país en el que todos sus habitantes tengan un sitio y una perspectiva digna de vida, para que nadie, sea por carencias económicas o por falta de expectativas de desarrollo personal y familiar, se vea obligado a partir y, eventualmente, a tener que confiar su vida a instituciones tan erráticas y aberrantes como lo es, a veces, la justicia estadunidense.