Ahora que en Zacatecas se reunieron sabios visibles y tibios ocultos para azacanearse en trabajos por la defensa de la lengua española, se echa de ver como pocas veces que las palabras están en todas partes y no las encontramos en ningún lado. Los días que vienen serán de ellas y por ellas, pero sin que ellas acaben de pertenecernos. Roma no se hizo en un día y mucho menos su idioma. Así y todo, las palabras y su maravilloso estatuto sin estatuismo siguen su senda a pesar de tanta debilidad por las estatuas e idolazos del fariseísmo cultural y a pesar de tanto descamino del verbo.
En el caudal de los bienes artísticos, humanísticos, científicos y, en conjunto, de los modos de ser y de hacer de una nación, la lengua en que se expresa el pueblo constituye su patrimonio cultural por excelencia. En la lengua nacional, la lengua nativa, se arraigan la totalidad de actividades, en lo material y en lo espiritual, con que una comunidad unida por suelo, raza, costumbres e historia cultiva su natural propio y único, es decir, hace su cultura.
En el presente, como en otras partes, la lengua española que se habla y se escribe en México padece, por boca y puño de los nuestros, un sinnúmero de violencias y desacatos, de omisiones y comisiones que lastiman el espíritu de esta lengua y trastornan la sabia coherencia de sus leyes.
Ante ese desarreglo de la expresión de casi todos y ante ese decaimiento de los valores lingüísticos en nuestro país, el Estado debe obligarse a poner a buen seguro y en gran cuidado los fundamentos y potencias del idioma en que viven los individuos que tal Estado dice representar. En ello nos va la identidad cultural de eso que, a menudo con el corazón harto apretado y la voz demasiado suelta, llamamos patria.
Pero no se detiene ahí la calamidad, sino que al abandonar nuestro español a la carcoma laboriosa y al trasiego envilecedor nos destituimos en modo creciente de los fueros más sencillos y naturales del entendimiento, lo mismo en los escenarios de la vida pública, que en los entretelones de los hechos ínfimos de la vida sin fama de todas las horas, de todos los días.
En estos periodos de apremios cuya divisa se concentra en el incontestable imperativo de los naufragios: ``¡Niños y mujeres, primero!'', los asuntos relacionados con las meras palabras no suelen importar mucho. Inclusive en el orden de la cultura y su salvaguarda, la preservación del idioma no ofrece la perentoreidad de la firme piedra de los monumentos o de la delicada tangibilidad de otras riquezas culturales. Al parecer, a las palabras sí se las lleva el viento. Cuando no, son ilustre literatura. Y basta con ello. Basta con que la lengua española críe buena sangre entre las páginas de una obra literaria (y a veces ni allí alcanza a bien criarse), Porque según se ve, en lo que resta y sobra, la lengua no es para leerla agregia sino para desleirla aceda, igual que un aceite inevitable que nuestros labios necesitasen para hacer las frases con que nos comunicamos como sea.
De manera que el cobijo del patrimonio cultural en el ámbito de la lengua, y de sus creaciones y de sus hechos, no se acaba, no ha de acabarse, en el estímulo a los escritores mediante becas y bicocas, ni con la difusa difusión del libro que hasta la fecha atestiguamos. El Estado mexicano está hoy en tiempo y razón para poner mano en un organismo de base oficial, pero de designio independiente, que con la ejecución de procedimientos leales y legales guarde y vivifique nuestro idioma como parte del patrimonio cultural del país.
Me parece que la propuesta específica es muy simple. Se trataría de establecer una comisión del Patrimonio Lingüístico, o algo así (ya alguna vez se intentó una Comisión para la Defensa de la Lengua Española cuyo fracaso habría que recapitular). La creación y funcionamiento de tal organismo atañería a un consejo consultivo compuesto por reconocidos creadores y especialistas. Esto es, cabales idiomadores, si se me permite decirlo así. Y desde luego una de sus tareas cotidianas sería la de ver por el español que los mexicanos hablamos tan hábiles pero hay tan lábiles muchas veces. Asimismo la dicha comisión dependería de la Secretaría de Educación Pública, al modo, por ejemplo, en que la Comisión Calificadora de Revistas depende de la Secretaría de Gobernación.
Eso sí, no se habla aquí de una entidad que se constituiría en censora so capa de preservar el idioma. Lo que se busca es un organismo de Educación Pública que contrapese decisivamente esa educación informal (impartida por los medios de comunicación, sobre todo) en cuyos grados y posgrados se han instruido los mexicanos de los últimos 20 años, con mengua de su identidad y dominio lingüísticos.
En resumidas cuentas, hace falta un organismo civil y cultural que sin quedarse nada más en los tiquismiquis de las recomendaciones para que los deslenguados se corrijan, logre poner orden en todas las esferas donde las palabras son maltratadas y peor traídas, pero que lo haga sin embridar la lengua viva de los creadores genuinos y dueños de veras de su español. No puede considerarse una arbitrariedad de innoble censura el hecho de obligar --por ley si es preciso-- a que se sujeten el morro los infelices que, micrófono en mano, en la pantalla electrónica o a la tecla volando en las oficinas de redacción insisten en hacer pedazos las normas elementales de la gramática o de la lexicografía. Igual rigor que el enderezado contra quien destruye un monumento suntuosamente palpable y de gran viso, tendría que usarse contra quien destruye las palabras, ese monumento de aire.