Nosotros preferimos el gobierno independiente con todos sus riesgos, a la tranquila servidumbre.
Kwame Nkrumah
Es característica esencial del presidencialismo autoritario mexicano la falta de apoyo popular, sin importar por cierto que sus titulares hayan obtenido o no mayoría aparente o real en el acto comicial, pues lo que es sin duda significativo es la voluntad burlada de los ciudadanos en las decisiones políticas del régimen.
Ya lo hemos indicado con toda claridad. López de Santa Anna gestó las primeras formas del presidencialismo autoritario y militarista, al descubrir que el apoyo en las fuerzas armadas le aseguraba ventajas del poder económico a cambio de la inclinación, en su favor, del apoyo político. Esta fue la estructura -asociación dúctil del poder económico con el político en la prepoderancia de unas élites sobre otras- que rompió la explosión liberal del Plan de Ayutla y la constitución reformista de 1857, incluidas las Leyes de Reforma. Pero como este rompimiento sólo ocurrió a nivel de dirección política y no de la configuración económica del país, salvo el golpe al monopolio clerical, el presidencialismo militarista y autoritario, con nuevas características sofisticadas, se replicó en un porfiriato que al ascenso de Limantour a la Secretaría de Hacienda, sintió reducidas sus capacidades ante el crecimiento de las inversiones metropolitanas. Su antiguo apoyo en el latifundismo, profundizado y extendido por virtud de las leyes de desamortización y nacionalización, y en el ímpetu industrializador de los hombres de negocios locales, entraron en quiebra al sentirse irremediablemente disciplinados y captados por los intereses de las subsidiarias extranjeras. El Estado del Hombre Fuerte apercibió de inmediato el encanijamiento de su potestad modulada cada vez más por las insinuaciones de los gobiernos ligados con dichas subsidiarias.
Vale la pena ahora recordar que los entrelazamientos de las actividades económico-políticas locales y foráneas se desenvuelven conforme a una lógica objetiva con respecto a las voluntades personales que las representan. Es decir, creer en un voluntarismo político absoluto es un grave error, porque el supuesto libre albedrío de los titulares del poder jamás está desconectado del conjunto de los factores que circundan la vida social. Cuando Santa Anna o Porfirio Díaz intentaron marginarse de los sustentos económicos y sociales de su mando, perdieron el poder. El título de Alteza Serenísima aniquiló a Santa Anna en 1853, y el ajedrez contra ingleses y norteamericanos, al que quiso ingresar Díaz en torno a 1910, contribuyó a embarcarlo en el Ipiranga rumbo a Europa.
Lo militar se subordinó a lo civil en el presidencialismo autoritario y corporativo inaugurado por Miguel Alemán en 1947 con la estrategia charrista. Un presidente en la cumbre de una organización piramidal, y una sociedad controlada a través de agrupaciones patronales y no patronales, de tipo cupular, surgieron como la mejor opción para engarzar los mercados del interior principalmente al norteamericano, y consolidar así -a pesar de la propaganda sobre la capitalización nacional- al empresariado más importante del país con las compañías transnacionales asentadas en Washington. La innovada y creciente dependencia, disfrazada de democracia igual que en la era santannista y en la porfirista, necesitaba de ciertos apuntalamientos fundamentales. Dos eran condiciones sine qua non. Para garantizar la marcha del sistema autoritario, resultó imprescindible manipular a la mayoría en el Congreso, a fin de disfrazar de legalidad, que no legitimidad, las decisiones públicas. La otra condición es el apoyo abierto o subyacente de la Casa Blanca y sus adláteres, sin el cual la derrota por la oposición es segura. Ahora bien, como el apoyo externo ha estado siempre ajustado a la aceptación de la heteronomía económica y política, y a la preponderancia del presidencialismo en el manejo interior -asegurado en lo concreto, repetimos, por la mayoría legislativa-, si estas garantías se ponen en duda o disuelven, tal apoyo externo buscará de inmediato otras instancias que protejan sus operaciones.
Las estructuras descritas son totalmente objetivas y ajenas a deseos individuales, porque los compromisos obedecen a determinismos planeados en las circunstancias en que se dan, por quienes los celebran, sean esos compromisos originales o bien efectos o consecuencias de los mismos.
Nadie duda de que las elecciones del próximo 6 de julio son un parteaguas para el dilema democracia o presidencialismo autoritario corporativo. Los días de éste estarían contados si el Congreso quedara en manos de una oposición verdadera: al perder su poder interior, esfumaríase, ipso facto, el poder que recibe del exterior. Ahora bien, ¿hasta dónde el IFE y sus múltiples brazos y cabezas, así como los no pocos enmarañamientos del Cofipe, podrán impedir el habitual fraude electoral?, y ¿hasta dónde el renacimiento de la conciencia autónoma de la sociedad será capaz de frustrar el clientelismo y sus sofistificaciones como instrumentos sutiles o descarados del presidencialismo? Es esencial desbrozar acertadamente estas interrogantes, ¿o no?