Hasta hace poco se discutía acerca del futuro del PRI y, con mayor precisión, sobre el porvenir de ese partido en la transición democrática en que está embebida hoy la historia mexicana.
Las opiniones oscilaban entre un dictamen irrevocable de desaparición del PRI como condición para la transición democrática hasta otros, más optimistas, que apostaban sus confianzas en la posibilidad de que el PRI se transformara y de que ``otra vez'' resurgiera como el ave de las cenizas.
En estas ``especulaciones'' se consideraba la ``sana distancia'' de ese partido respecto al poder Ejecutivo, de suerte que una ``cierta independencia'' le infundiera aliento para su indispensable transformación.
Imperioso supuesto de esa transformación consistiría en la democratización interna del partido, con miras a las elecciones legislativas de julio de 1997 y del gobierno del Distrito Federal. La existencia y subsistencia del PRI se hacían depender de la flexibilidad que mostrara para adaptarse, para poner su reloj al tiempo del reloj de la historia nacional.
Lo que se ha sabido --y lo que puede adivinarse entre líneas de las últimas ``elecciones'' internas de ese partido a diputados y senadores--, indicarían una catástrofe y un escándalo en la perspectiva de la transformación democrática interna del PRI. Y una catástrofe y un escándalo en cuando a la traída y llevada ``sana distancia'' entre el partido y su jefe nato, el Presidente de la República.
Todo indicaría que la designación --que no elección de candidatos del PRI-- a la próxima legislatura, se ha dado en el ambiente más centralizado, secreto, autoritario y, por tanto, arbitrario que podamos imaginar. Por supuesto, los reclamos --unos que han llegado con sordina a la prensa, pero la mayoría que no ha llegado en absoluto a la opinión pública-- mostrarían un nivel pocas veces visto de indignación, de frustración y amargura entre los cuadros del propio PRI, y no sólo necesariamente entre quienes estaban ``jugando'' sus postulaciones, sino entre cuadros más imparciales en la ocasión dentro del partido.
Aparentemente se liquidó de manera absoluta ``la exploración'' entre los responsables de la periferia (de los estados) y la ``alimentación'' de opiniones que se sigue de la periferia al centro. De hecho, habría un malestar de muchos gobernadores que se extiende más de lo que ha trascendido, no sólo por el hecho de la ausencia de ``consultas'' para la elaboración de ``las listas'', sino por el hecho de que incluso en los limitados casos en que se produjo esa ``consulta'' las opiniones de la periferia fueron ignoradas olímpicamente en la mayoría de los casos.
La indignación de los cuadros políticos responsables de los estados tiene una doble vertiente: primero, un sentimiento de impotencia y de desprecio sufrido por el trato de las ``autoridades'' centrales (PRI, Secretaría de Gobernación, esencialmente) y, segundo, una protesta sorda por el hecho de que el centro ya se prepara a hacerlos responsables de justas electorales en cuya preparación apenas han participado.
Hay allí actualmente, sin ir más lejos, un caldo de cultivo, una indignación y un potencial conflicto político de envergadura entre la periferia (los gobiernos de los estados) y el centro rector de la política.
Pero más allá de los furores y desprecios de ocasión, los procedimientos utilizados ahora por el PRI para la selección-designación de sus candidatos confirman que ese partido no sólo no llevó a cabo el menor esfuerzo de transformación democrática en su interior --marcándose la diferencia con los principales partidos de la oposición--, sino que llevó a un extremo inusitado sus prácticas centralistas, excluyentes y autoritarias.
Nuevamente los centros de poder instrumentalizaron sin consideración alguna a los cuadros y militantes del partido. Nuevamente el PRI dio la espalda a la renovación democrática que exige la ciudadanía mexicana. Una vez más mostró el PRI que hoy es ya un partido del pasado, cuyos procedimientos, mentalidad, forma, sustancia, presencia ante la sociedad han quedado atrás, en un pretérito sin recuperación.
Frente a la nueva situación que vive el país, nada más acertado que llamar a ese régimen político un régimen del pasado, el Ancien Régime, ya periclitado y obsoleto. Todos los días se muestra y ahora, con motivo de esta designación de candidatos, el PRI lo ha mostrado de una manera aún más escandalosa.
Por esas razones el PRI perderá la mayoría automática en las próximas elecciones. De todos modos en las urnas deberá mostrarse que la vitalidad política de este país corre ya por otras venas, por las venas de la sociedad en su conjunto y de los partidos políticos de oposición: ¡es verdad, flujo sanguíneo variado y aun contradictorio! pero que encarna ya la posibilidad de un país en que el poder político refleje efectivamente la variedad, la pluralidad de la nueva sociedad que vivimos.