La Jornada miércoles 9 de abril de 1997

Carlos Montemayor *
Idiomas bajo acoso

No abundaré en la importancia que para la vitalidad de una lengua representa la capacidad de incorporar nuevas realidades y voces de diferentes culturas. Las lenguas se permean unas a otras de muchas maneras. Hablar de mexicanismos, bolivianismos, andalucismos, peruanismos o nahuatlismos es una forma de referirnos a la riqueza, ductilidad y transformación de la lengua española a nivel léxico, semántico, sintáctico e incluso fonético. El castellano que se habla en Yucatán, por ejemplo, se pronuncia ya con sílabas largas y breves como las del maya; presenta tonos altos y bajos como los de esa lengua y una serie de consonantes explosivas o rearticulaciones vocálicas con golpe glotal que son propias de esa lengua indígena. El mapa de nuestro idioma y de las culturas que en él laten es inmenso. Gran parte de la literatura actual de nuestra lengua se ha nutrido de esas profundas culturas y lenguas indígenas: es el caso del guaraní en la prosa de Augusto Roa Bastos, del quechua en la de José María Arguedas o del kiché en la de Miguel Angel Asturias.

Pero me referiré, durante unos breves minutos, a ciertos aspectos regionales que se me imponen por la cercanía de mi país con Estados Unidos. Empezaré con algo sorprendente, una argumentación demográfica y lingüística del llamado en Estados Unidos zar antidrogas, el general Barry McCaffrey. El 27 de marzo, en la ciudad de Washington, reiteró la necesidad de que su país mantuviera una estrecha colaboración con México, entre otras cosas, porque nuestra frontera común es la más grande del mundo; después, y sobre todo, porque ``si analizamos el nuevo siglo, notaremos que México será no sólo la mayor nación de habla hispana del mundo, sino que Estados Unidos será la segunda nación hispanoparlante del planeta''. Fuera del estilo norteamericano de argumentar siempre a partir de ``lo más grande'' o ``lo mejor'' del mundo, quiero destacar no los grandes monolitos incomparables, sino las fracciones de esas grandes realidades.

El zar McCaffrey ignora que la situación de la lengua española no es la misma en toda la esfera de los pueblos que la hablan. En España, por ejemplo, la lengua española está siendo más atacada que en cualquier otra parte del mundo; priva ahí una perspectiva muy provinciana y la discriminan permanentemente los vascos, los catalanes, los leoneses o los gallegos, pero a un extremo tal que llegan a olvidar que la lengua española no es un idioma de Castilla, sino del mundo; que lo que ocurra en la provincia de Castilla no abarca el vasto mapa en que nuestro idioma se desenvuelve. Se nos olvida a menudo que los idiomas existen en virtud de los pueblos. Los idiomas están determinados por los pueblos que los hablan y por las condiciones políticas, culturales y sociales en que esos pueblos viven. No podemos aislar los elementos de un idioma para verlos al margen de sus rangos o vasos comunicantes culturales y sociales.

Al parecer, hemos supuesto que todo el que habla español pertenece a algo único y que la lengua ha desempeñado siempre una función de unificación o de cohesión, pero no siempre ha sido así. O no siempre opera así. No opera así en España en este momento. No opera así en Puerto Rico en este momento. No opera así en grandes zonas de México. No opera así en numerosos países de este continente, donde contamos con cerca de 500 lenguas indígenas, muchas en proceso irreversible de extinción. La lengua española juega entre ellas, primero, un papel de imposición; después, el de lengua de trabajo y aun el de instrumento de autodefensa (en el sentido procesal o de reclamo civil) de las comunidades indígenas. La lengua española no ha estado unificando a una comunidad nacional, como los ministerios de Educación Pública a menudo han creído en nuestros países; ha servido para afianzar un proceso de colonización interna y de sometimiento de grandes comarcas indígenas. La castellanización ha sido una de las formas más agresivas de destrucción cultural. Es decir, una educación que se propone la castellanización absoluta para unificar un país comete un grave error. Primero, porque no lo unifica. Segundo, porque destroza las posibilidades de desarrollo cultural, personal, psicológico, de la población infantil de las comunidades indígenas. Tercero, porque aparece como lengua dominante en una organización política que no aglutina a esos pueblos en una nueva sociedad ni los unifica culturalmente. En este sentido, la lengua española en nuestros países provoca procesos de sometimiento social, de colonización interna o de discriminación no muy diferentes de los que ocurren en Estados Unidos con la lengua inglesa y la española.

En algunas zonas indígenas, por ejemplo, las familias no quieren que los hijos sigan aprendiendo la lengua indígena; quieren que hablen español porque sienten que así estarán mejor preparados para sobrevivir. Muchas familias de hispanohablantes en Estados Unidos, por la misma razón, no quieren que sus hijos hablen español. En México algunos se avergüenzan de hablar lengua indígena. Muchas familias se avergüenzan de hablar español en Estados Unidos. Muchos de los hispanohablantes provenientes de México y de Centroamérica ahora olvidados y agredidos en Estados Unidos han sido olvidados y agredidos en sus propios países y tienen la lengua española como segunda lengua, no como la materna. Hay comunidades zapotecas en la ciudad de Los Angeles, por ejemplo, que solamente hablan zapoteco e inglés, no zapoteco, español e inglés. Su lengua materna es el zapoteco y se ha desplazado su lengua de trabajo del español al inglés. Por lo tanto, gran parte de la inmigración que llamamos hispanohablante es una población que no está llevando la lengua española a Estados Unidos como una primera lengua ni como una lengua de identidad nacional, ni mucho menos de identidad étnica, sino como una lengua aprendida malamente, forzosamente como recurso de trabajo. Esta gradación de contenidos étnicos, sociales y económicos es importante para reconocer que la lengua española en Estados Unidos revela todas las fronteras culturales que nos están bloqueando y apartando. Tenemos una lengua española golpeada en Estados Unidos, golpeada en España, golpeada en Puerto Rico, golpeada en otros sitios. Una lengua española que sólo significa unidad cultural en ciertos estratos sociales. No tenemos conciencia de que hablar español es pertenecer a una cultura específica, porque el español es resultado a veces de un crecimiento social uniforme y en otras resultado de una imposición política.

La discriminación racial que se ha recrudecido en estos tiempos en Estados Unidos contra la población hispanohablante nos exige replantearnos estos rasgos que concurren política, económica, ideológicamente en nuestra lengua. El futuro de la lengua española en el mundo va a depender de la conciencia que todos los hispanohablantes tengamos de las funciones sociales y culturales que siguen concurriendo en ella. Por principio de cuentas, los que hablamos español no tenemos una conciencia de pertenecer ni de estar trabajando por una comunidad cultural internacionalmente unida.

No sólo las zonas no castellanas de España están recalcitrantemente marcando que la lengua española es una pequeña isla lingüística de España (olvidando, claro, que es la lengua de este continente), sino que tal provincianismo de los españoles no castellanos se ve reforzado por el provincianismo castellano que cree todavía que el español que se habla en Castilla es la norma del español que se habla en el mundo. Este provincianismo debe desaparecer, modificarse desde España misma. Cambiar esta actitud en prensa, en cine, en televisión, en radio, en planes de estudio, en universidades, en centros de investigación. Hoy es imposible entender nuestra lengua española a partir de lo que solamente ocurre con los escritores, lingüistas o hablantes de España.

Por otro lado, los países y gobiernos iberoamericanos no están a cabalidad trabajando tampoco en el fortalecimiento de una base cultural común del hispanohablante. Primero, porque todavía no entendemos la dinámica de las lenguas vernáculas en nuestras regiones; después, porque imponemos el español como lengua de dominio en zonas donde debíamos afirmar una educación bilingüe y bicultural y aceptar el desarrollo de las lenguas vernáculas como la parte sustantiva del desarrollo personal de los pueblos indígenas. Así, el desarrollo posterior de la lengua española operaría como una alianza. Así la lengua española permitiría una nueva conciencia cultural; no la de una lengua que los pueblos indígenas tienen que aprender para defenderse de la agresión política, militar, policiaca o comercial, sino la de una lengua que une a los grupos étnicos y a las llamadas poblaciones nacionales.

En fin, ¿por qué no avanzar en un recuento de lo que creemos que somos a través de la lengua española? ¿Por qué no hacer un recuento de todas las fronteras culturales que nos separan y aíslan? Algunas de esas fronteras deben fortalecerse; otras, ciertamente, deben desaparecer.

* Comentarios durante la presentación del Indice de mexicanismos. Zacatecas, Zac., 7 de abril.