Luis Linares Zapata
La exigibilidad nuestra

Muy a principios del salinato, el cónclave de financieros capitaneados por el doctor Pedro Aspe decidió, una vez más en la caprichosa historia del neoliberalismo, conspirar contra la salud de la nación. De manera por demás arbitraria y sigilosa, desataron el crédito de la Banca de Inversión oficial hacia aquellos estados de la República cuyos gobernadores estuvieran dispuestos a endrogar a sus coterráneos. Huelga decir que casi todos ellos aceptaron de mil amores intencionados. De esa tramposa manera, el ejercicio del gasto federal caminó indetenible hacia los esterilizados números negros y los dictámenes presentables ante el FMI, Wall Street y el Banco Mundial.

El crédito otorgado no se reflejó en la contabilidad nacional y, para motivos prácticos, parecía no afectar el control presupuestal, que se cacareaba estricto. Nadie se tomó el cuidado de consolidar los balances regionales y constatar que las deudas, fuera de toda mesura, no eran casos aislados. Mediante este simple como discrecional camino, comenzó una inmediata recuperación y fortaleza aparentes de las economías de los estados, con miras a preparar las elecciones (91) santificadoras de la ilegitimidad original (88).

La verdad sobre el gasto efectivo fue escamoteada no sólo del conocimiento de los ciudadanos, sino también de la supervisión de los mismos diputados. Desde las alturas, tal subterfugio encarnó en la forma de eficiencia técnica de los administradores y de visionario como valiente manejo político de la Presidencia. Una cantaleta que no por repetida y apoyada pasó a ser realidad. Menos aun sagaz y legítimo manejo de los intereses nacionales.

Las dramáticas consecuencias no fueron percibidas sino muchos años después, cuando el peso se hundió, la factura del gasto suntuario y desbocado fue cobrada en la forma de sobre-intereses por deuda pública (tesobonos y rescate de Clinton), la sequedad absoluta del circulante se impuso y el ahorro, ya de por sí mermado, se desplomó. También el bienestar de la población cayó hecho trizas, se transparentó la impericia de los mandones y los estados revelaron, impotentes y apesadumbrados, la quiebra de sus finanzas locales. Hoy, sólo uno de ellos, Tlaxcala, no sufre por tales desatinos. Los demás, y precisamente por sus excesos, nula contraloría social y feroces redocumentaciones, han tenido que apechugar con los leoninos intereses, posponiendo por, al menos un sexenio, los reclamos de su comunidad.

Después de la tormenta, muchos de los implicados se han llamado a engaño. Otros alegan, para su fugaz tranquilidad, que no fueron tomados en cuenta. Lo cierto es que la cosa pública se condujo, y en mucho todavía se conduce, encubierta al escrutinio de la sociedad. Los ciudadanos, sus organizaciones y el Congreso mismo, no quisieron o no pudieron contribuir con sus aportaciones informadas al proceso decisorio. Tampoco los mecanismos legales existentes fueron una red protectora contra el abuso impune y la rampante corrupción.

Un caso similar de prepotencia en los dictados desde el poder lo constituye el mal diseño, ocultos cabildeos y peor ejecución del programa carretero del sexenio pasado. Otro tanto acontece con el actual diagnóstico de ese desaguisado y las soluciones que se pretenden darle a la caótica situación en que todo ello desembocó.

Los archivos, estudios, compromisos, costos, protagonistas y responsables han quedado en la ``conveniente'' nebulosa de las complicidades cruzadas. Mientras las carreteras de cuota languidecen por el escuálido uso que de ellas hacen unos cuantos privilegiados, se atiborran las mal mantenidas vías llamadas libres. Sin embargo, los pobretones manejadores o los transportistas que se rehúsan a pagar tan elevados precios por el uso de las autopistas tendrán que contribuir, de todas maneras y con sus impuestos, al salvamento de los concesionarios de esas carreteras que los excluyen. Una ilógica rampante, injusta y, sobre todo, estúpida.

Pero la sociedad que contempla y se da cuenta de lo que acontece, viene levantando su voz con gritos y señas inocultables. Ya sufrió en carne propia el castigo por su indiferencia y coartada participación en los asuntos que le conciernen. Ahora reclaman con inteligencia y coraje la parte decisoria que les corresponde para enmendar lo pasado. No están dispuestos a abandonar el terreno para seguir dejándoselo a una camarilla de incapaces y, bien probadamente, deshonestos funcionarios y pseudoprofesionales de la política. Han descubierto que pueden y deben exigir de sus instituciones y mandantes el rendimiento de cuentas tan oportunas como detalladas, y así lo harán saber sin más contemplaciones ni falsos respetos.