``Que el Vietcong venza al ejército americano''.
Allen Ginsberg, 1967
Había mandado decir, o alguien dijo que decía de su parte, que no iba a venir, que no contaran con él. Así que cuando se apareció en la comida (debe haber sido un domingo, o parecía), causó sorpresa. Aunque se suponía que no le tocaba serlo, él fue el evento. En aquel ambiente tan agradable para la lisonja, la sincera admiración, el viboreo, el lucimiento o el saludo hipócritón, tan comilfó, Allen Ginsberg era el único personaje incómodo. Sin proponérselo. Su discreción era alucinante; por así decirlo, profesional. Quizás por eso resulta blando y vago su recuerdo.
Agosto de 1981. Morelia, Michoacán. Jardín de la casa del gobernador del estado. Por allí paseaban, animados por el organizador, Homero Aridjis, tomando sus coctelitos, buscando un idioma común, Günther Grass (fanfarrón, y a su pesar, simpático), Seamus Heaney (rojizo y radiante), Joao Cabral do Melo Neto, Michael Hamburger, Vasko Popa, Alí Chumacero, Eugenio de Andrade, Ramón Xirau; ejem, Jorge Luis Borges era el otro que se suponía que no iba a venir, y finalmente, como por milagro, llegó a su lectura la noche de clausura. Lo habían llevado en vilo hasta el proscenio, con María Kodama a cargo de la brújula. Borges, en la comida, no estuvo.
El primero que reconoció a Ginsberg fue Alberto Blanco, y se le acercó de inmediato. De por sí sabía bien inglés, con eso de que era de Tijuana. El mismo Ginsberg que escribió que ``la historia es más rápida que el pensamiento''. Alberto tradujo algunos de los poemas que el venerable beat leería en el Teatro Morelos, como ese En la muerte de Neruda: ``Hay alientos que respiran en Adonais y en el Canto General/ Hay alientos que respiran bombas y ladridos/ Hay alientos que respiran silencio sobre las verdes montañas nevadas/ Hay alientos que no respiran nada''.
Dientón, encorvado, de greña breve pero desordenada, vestido con un traje claro y flojo, como Klaus Kinsky en Fitzcarraldo, con su casi silencio, atraía todas las miradas. De momento nadie lo reconoció. Ese fue parte del chiste. Venía sin sus famosas barbas a lo Jerry García, y sin lentes.
Cuando los anfitriones, Cuauhtémoc Cárdenas y Celeste Batel, se acercaron para saludarlo, varios, como André Du Bouchet y, me parece, Ulalume González de León, detuvieron la respiración, como temiendo que Allen Ginsberg les tirara el plato, o algo peor. Pero no. Fue un saludo cordial y normal. Aquel homosexual cultivador de las drogas, enemigo del sistema y tránsfuga del judaísmo al cristianismo al budismo y luego nada, tenía fama de lanzar aullidos y pestes, de tener problemas con la policía y hacerse echar de los lugares.
Pero no. Su pequeña travesura subversiva la hizo después, y algunos poetas que venían de vuelta lo llamarían payaso. En la recepción se portó bien.
El jardín era grande, y la concurrencia se distribuía por distintas partes, sin un centro. Allí estaba la Espiga, todavía Amotinada, y completa. O sea, Bañuelos, Oliva, Eraclio, Shelley y Labastida, que de entre los presentes se entendían con Fayad Jamis, Fina García Marruz y Cintio Vitier, pero con Pablo Antonio Cuadra, el antisandinista de La Prensa en pleno verano sandinista, apenas se hablaban. Les parecía, por supuesto, un reaccionario, partidario de la contra.
A Elías Nandino, en algún rincón, rodeado de jóvenes tapatíos y de los otros, la situación le divertía. A esas alturas de su vejez y su maravilloso descaro, al doctor Nandino todo le resultaba divertido.
Y los nuevos de entonces: Verónica Volkow, Eduardo Langagne, Víctor Manuel Mendiola, Pedro Serrano, Marcelo Uribe y Coral Bracho. En cambio a Ricardo Castillo y Jaime Moreno Villarreal no los invitaron al convivio, aunque por ahí andaban.
El gobernador de Michoacán era, por supuesto, del PRI. Pero sobre todo era, todavía, ``el hijo del general''. No usaba guaruras, daba la impresión de no necesitarlos. Representaba la vía ``popular'' del gobierno. Podía salir a la calle sin miedo a que lo molestaran. O sea, era de los priístas que ya no hay. Y todavía no era el Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano que es hoy (del mismo modo que a Seamus Heaney le faltaban 15 años para ganar el Premio Nobel).
Ya por entonces los campesinos querían defender el lago de Zirahuén, y había un conflicto de tierras con un cacique terrateniente, apellidado Arreola. Por tal motivo, los días que duró el Festival Internacional de Poesía, los portales de Morelia estuvieron ocupados por indios inconformes, que afeaban con sus mantas estridentes y sus presencias rurales las fachadas coloniales, además de impedir el funcionamiento de un banco. La policía los vigilaba, por supuesto. Venían bravos. Coreando ``¡hoy luchamos por la tierra, mañana por el poder!'', exigían la libertad de tres dirigentes comunales y la disolución de las guardias blancas que tenía Guillermo Arreola en Las Guacamayas, para proteger la construcción ilegal de un centro recreativo para ricos que quisieran esquiar, fishing and sporting. Cientos de sombrerudos desfilaron por la avenida Madero. Puro purépecha, protestando.
El mismo día de la marcha los poetas fueron invitados a un paseo-picnic al lago de la princesa azul de Zirahuén. Quiso la fortuna que fuera en el rancho, oh misfortune!, del latifundista contra el cual protestaban los campesinos en Morelia en ese mismo momento. Parece que bonito, el rancho. El lugar, fantástico, y la comida, memorable.
Los que fueron, la pasaron bien. Iban las parejas (Ida Vitale y Enrique Fierro, Cintio Vitier y Fina, W.S. Merwin y la espectacular poeta hawaiana Dana Naone). Varios de los asistentes escribirían después poemas inspirados en aquella excursión: el gran húngaro Gyrgy Somlyó, Popa, el hedonista Bert Schierbeek, y la también espectacular (aunque por otros motivos) beatnik de Tokio, Kasuko Shiraishi. También debe haber ido el ruso que se creía beat y espectacular, Andrei Voznesenski.
Ginsberg, que llegó y anduvo por su cuenta, ni se enteró del paseo. Pero se entretuvo en la plaza de Morelia, viendo el plantón de campesinos.
De chamarra oscura y corbata rayada, y la suavidad del hombre capaz de ver al Che Guevara, en su Elegía a la efigie, ``sereno como si labios de damas estuvieran besando invisibles partes de su cuerpo'', impuso su estrafalaria presencia sobre el escenario cuando le tocó su turno. Se sentó a mitad del foro en una silla, con una especie de organillo manual del tamaño de una caja de zapatos. Además, según Alfonso Morales, tocaba el ukelele. En fin, la memoria es frágil. En las fotos aparece una bolsa de súper, aunque dicen que también traía un portafolio.
Como quien inicia una tocada, dijo: ``Dedico esta lectura a un grupo de campesinos que colocaron sus banderas frente a la catedral. De seguro tienen razón en lo que piden. Están cerca de la tierra. Ellos la trabajan, nosotros la hemos olvidado''.
Algunos sintieron que se les movían en el estómago o en otra parte los chiles rellenos, el pescado blanco rebozado, el arroz con rajas, la charanda y el tequila de la partie de campagne en Zirahuén.
Entonces leyó una Canción uluru, al estilo aborigen australiano, para campesinos que quizás no se enterarían de su gesto: ``Una lluvia vuelve el polvo rojo verde con hojas./ Una gota de lluvia da principio al universo./ Cuando la gota de lluvia se seca, los mundos se acaban''.
Enseguida, pulsando su organillo, dijo una parte de Kaddish, desgarrado y raro, en el adiós a su madre: ``Con tus ojos meando en los parques/ con tus ojos de América cayendo/ con tus ojos de tu fracaso en piano/ con tus ojos de tus parientes en California/ con tus ojos de Checoslovaquia atacada por robots.''
La performance le resultó más divertida al joven Francisco Segovia, por ejemplo, que a su padre Tomás, quien además ese día se recuperaba de una fuerte migraña.
Entre el público que dividía sus opiniones, figuraba la esposa del presidente López Portillo, pero por entonces ya hacía menos desfiguros que al principio del sexenio de su marido. Además, siempre apoyó la cultura, sobre todo si alguien tocaba el piano.
Ukelele o no, mucha gente le aplaudió el gesto, y después los gestos, al loco aquel, quien lucía francamente divertido, pues armó un cierto desmadre. El mismo Allen Ginsberg que en noviembre de 1970 había anunciado: ``El suicidio de América cura el cáncer mundial''. El mismo Ginsberg de quien Carlos Monsiváis, en vísperas del 68, redactó un Informe confidencial sobre la posibilidad de un mínimo equivalente mexicano del poema Howl (Aullido), que empezaba así: ``He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la falta de locura, medrosas pensando que alguien pueda darse cuenta de su desnudez, apiñándose a la puerta de los poderosos, llevando su adhesión a quien la acepte, enviando telegramas conmovedores./ Políticos de cabeza dócil y sumisa que se han desvanecido en el esfuerzo de evitar que se piense que ellos, posiblemente, podrían crear problemas en un momento dado, Dios no lo quiera''.
El mismo Allen Ginsberg que vio en Mexcity una big y única drug store en los años cincuenta, el que murió fulminado por un cáncer de hígado este fin de semana. ``¿Quién puede vivir con esta Consciencia/ y no despertar asustado al alba?'' Howl!, howl!