La Jornada lunes 7 de abril de 1997

Gilberto Guevara Niebla
Heberto en 1968: breve semblanza

La muerte inopinada del ingeniero Heberto Castillo representa un doloroso menoscabo para la democracia y un motivo de enorme tristeza para quienes lo quisimos y admiramos. Heberto fue, sobre todo, un ciudadano excepcional. Imposible olvidar el valor, la abnegación y fortaleza de ánimo con la cual --allá por 1965-- resolvió continuar el proyecto del Movimiento de Liberación Nacional (MLN) tras la vergonzosa huida de las principales fuerzas que le daban cuerpo a ese organismo. Su encuentro con Fidel Castro, que data de esa época, lo impactó decisivamente y lo estimuló a seguir luchando. En ese ejercicio quijotesco la figura pública de Heberto creció; en circunstancias altamente adversas, bajo intimidaciones y amenazas, siguió denunciando los salvajes atropellos del régimen de Gustavo Díaz Ordaz.

Heberto fue, sobre todo, un excelente ingeniero, un eminente científico. Su proyección en la política de oposición atrajo siempre las simpatías de los estratos ilustrados que crecientemente se desilusionaban con el régimen. Su doble condición de maestro y político de oposición y sus posturas en defensa de las libertades democráticas lo proyectaron rápidamente como figura destacada en el movimiento estudiantil de 1968 que fue, en última instancia, una protesta de los intelectuales contra el autoritarismo reinante. El ingeniero Castillo conquistó la simpatía de los estudiantes rebeldes desde los primeros días del movimiento: su figura sirvió para articular la Coalición de Maestros y, significativamente, se convirtió en orador oficial en todos los actos de masas convocados por el Consejo Nacional de Huelga.

Recuerdo su imagen en la improvisada tribuna del Zócalo, bajo la mermada luz del alumbrado público: espigado, en camisa, su testa rubia despeinada, agitando con gesto pausado el brazo izquierdo mientras se dirigía a la multitud. Su oratoria no era la de un político convencional: hablaba como lo hace un maestro al dirigirse a sus alumnos, sólo que su discurso perdía la neutralidad inofensiva de la academia y se cargaba de adjetivos densos que impactaban, como puñetazos, sobre el rostro imaginario de los representantes de la autocracia diazordacista. Heberto decía lo que los estudiantes deseaban escuchar: era la voz de un hombre sin tacha que denunciaba con claridad y sin temor alguno el escamoteo que las autoridades hacían de los derechos democráticos. Pero hay que reconocer que en ese momento sus ideas seguían siendo revolucionarias: él denunciaba las arbitrariedades del poder, pero no creía que se pudiera alcanzar en México un cambio pacífico.

Objeto de un atentado a las puertas de su casa que puso en peligro su vida, Heberto no se dejó intimidar. Su tesón admirable agigantó su imagen ante los jóvenes que, para entonces, podemos suponer razonablemente, veían en él una representación benévola del padre o una idealización del maestro. Cuando comenzó de nuevo la represión (después de la manifestación del 27 de agosto), el ingeniero se convirtió en blanco de persecución de la policía y, aunque logró ocultarse durante algunos meses, a la postre fue capturado y encerrado en Lecumberri junto a los (aproximadamente) 300 estudiantes y maestros a quienes --paradójicamente-- se culpaba de los hechos de violencia de los cuales habían sido víctimas.

En la cárcel, el ingeniero Castillo mostró fortaleza de ánimo ejemplar, aunque conoció un relativo aislamiento en virtud de la reorientación que tuvo su pensamiento político. Se rodeó de un grupo de estudiantes que lo siguió por muchos años (entre los que destacaban, los líderes de Chapingo, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca y Tayde Aburto y el líder de la Facultad de Ingeniería de la UNAM, Salvador Ruiz Villegas), estudió con ahínco Historia de México y abandonó sus concepciones revolucionarias a favor de concepciones nacionalistas y democráticas (en lo esencial: una recuperación de los principios básicos del cardenismo) que le servirían para alimentar ideológicamente sus futuras intervenciones en la política nacional y que, por otra parte, lo distanciaron de la gran mayoría de los presos políticos del 68 que, bajo el impacto de Tlatelolco, habían evolucionado en sentido inverso al del ingeniero, pues pasaron de sus postura democráticas originales a posturas revolucionarias radicales. Cuando el ingeniero Castillo respondió positivamente al llamado de Luis Echeverría de una ``apertura democrática'', concitó la crítica inmediata de una izquierda que seguía presa del resentimiento y que no alcanzaba a comprender que la conducta criminal de Díaz Ordaz y los funcionarios cómplices que lo secundaron no significaba ni el fin del Estado ni la cancelación del cambio democrático y pacífico.

El resto de su vida --hasta ayer, que el destino la eclipsó-- Heberto siguió luchando sin descanso y sin escatimar sacrificios personales por sus ideales nacionalistas y democráticos. Esta generosa entrega, este sacrificio heroico, merecen el reconocimiento de todos los mexicanos.