El cine estadunidense de los años treinta nos presentaba un ``oriente'' en el que --como escribí en alguna ocasión, a propósito de otra obra de Hugo Hiriart-- todo podía ocurrir. Mis recuerdos de ávida espectadora de aventuras cinematográficas no logran la memoria de ningún filme completo, pero identifican la inverosímil conjunción de pirámides, chinos de luenga barba y luengas uñas, odaliscas que bailaban algo que muy bien podría ser En un mercado persa y algún rostro de enigmática y bellísima mujer muy maquillada para borrar todo rastro caucásico, como algo frecuente en las apasionantes cintas y que anulaban cualquier lección de historia universal (en una época en que a los niños se nos enseñaban muchas cosas en la escuela). Este mundo absurdo e irreal parece atraer de cuando en cuando a Hiriart para plantear alguna compleja historia de aventuras tras la cual se vislumbra una reflexión del todo alejada de la trivialidad de lo que ocurre en escena.
Simulacros es una de estas historias. En uno de esos vagos ámbitos orientales --que nunca se identifica, en el que se habla de Palestina y se ofrecen sombras chinescas para narrar la historia de un elefante-- se desarrolla un cuento fantasioso, una aparente sátira exacerbada al melodrama en tono de farsa, pero en la que las recurrentes y asombrosas revelaciones tipo ``eres mi hija'' y ``yo soy tu padre'' --coincidencias que parecen arrancadas de la peor telenovela-- sirven como trasfondo a algunas reflexiones acerca de la identidad ambigua y cambiante del ser humano. La belleza del lenguaje en casi toda la obra y el subtexto que existe en ella, hace que se desee conocerla en lectura, ya que la escenificación no permite apreciarla en todas sus dimensiones.
Alejandro Luna se hace cómplice del espíritu lúdico del texto y ofrece su versión de una escenografía ``oriental'', de coloridos cojines y alfombras, con una cortina de cuentas y muebles y cuadros de inspiración europea aunque también se muestren en vivos colores. En cambio, el debutante director Omar Darío nunca encuentra el tono; cuando quiere mostrar un similar espíritu paródico da al traste con la intención del momento, como ese tango que bailan Hecatombe y Belladona y que no podría, por la situación de ambos personajes, resultar tan lúbrico. Darío tiene un trazo en general correcto, aunque hace que los actores se muevan con gestos excesivamente ampulosos en un espacio tan pequeño como el de la escena inicial, o incurre en el frecuente error de confundir dos monólogos hamletianos al hacer que Hecatombe recite el ``ser o no ser'' con la cabeza de elefante en la mano, como si fuera la calavera de Yorick, encontrada en otro lugar y en otro momento. Empero, lo que hace poco disfrutable el espectáculo es su errónea lectura de la obra y su nula dirección de actores.
El elenco está formado por actores poco conocidos aunque no jóvenes, a excepción de Mario Ramos, el único que resulta convincente. Es muy posible que las pobres actuaciones se deban a un intento de obtener el énfasis melodramático, pero la falta de gracia general y la desagradable impostación nasal de Oscar Alejandro Aguirre como Hecatombe y de Isaac Salazar como Roquefort, así como la escasa proyección de Marilú Carrasco en su virginal doncella, impiden cualquier aproximación al texto.
Aquí surge uno de esos problemas que sumergen en un mar de perplejidades a quienes deseamos entender la realidad de nuestro teatro más allá del intento de análisis de los montajes en lo particular. Por un lado, aparece como muy saludable el intento del Foro de la Conchita y de los organizadores de este ciclo de dar espacio a un novel dramaturgo --Gerardo Luna con su frustrante Corazón de melón-- y a un director desconocido, como es el caso presente, junto a gente experimentada, y con elencos de gente apenas conocida en otros montajes, ya que nadie puede ser teatrista en ninguna disciplina hasta no enfrentarse con el público. Pero, por otra parte, en un momento en que tantos talentos jóvenes que bullen en nuestros escenarios nos hacen suponer que hay una gran reserva de otros que esperan su oportunidad, se siente como un desperdicio que ésta se ofrezca a quienes no demuestran mayores aptitudes. Por supuesto que esta sensación es injusta y errónea: el único tamiz posible es dar a todos --ojalá fuera realizable-- alguna oportunidad para que puedan surgir, como ya lo han hecho, más y más teatristas de indudable capacidad y talento.