Cuando parecía inevitable que hoy entrara en vigor en Estados Unidos la Ley de Inmigración Ilegal y Responsabilidad de los Inmigrantes, una decisión del juez federal Emmet Sullivan la dejó ayer en suspenso por un breve lapso. Ayer mismo, en México el Senado de la República se manifestó contra esa legislación y pidió a la Secretaría de Relaciones Exteriores mayor firmeza en la defensa de los trabajadores mexicanos que viven en el país vecino.
La determinación del juez estadunidense pospone por cinco días la validez de la ley. Ello representa una valiosa, aunque breve, oportunidad para expresar con energía y eficacia el rechazo unánime, nacional, que provocan en México las acciones persecutorias contra los migrantes en Estados Unidos, así como la promulgación de disposiciones legales marcadas por la xenofobia y aun por el racismo.
Si el aumento de patrullas fronterizas, la modernización de aparatos para detección nocturna, la habilitación legal para facilitar deportaciones masivas y las restricciones a la asistencia social, han venido reflejando, en los hechos, conductas excluyentes y racistas en el país vecino, la transformación de estas actitudes en letra de ley ha constituido un gravísimo salto cualitativo en el acoso a nuestros connacionales y a los ciudadanos de otras naciones latinoamericanas que residen y trabajan --en forma documentada o no-- en territorio estadunidense.
Ciertamente, debe considerarse que el rechazo de la sociedad mexicana no puede obstruir la aprobación de leyes internas en Estados Unidos ni interferir en decisiones de una nación soberana. Sin embargo, en el marco de las relaciones bilaterales a las que estamos obligados con ese país, es claro que existe --o que debe construirse-- un territorio para la negociación política y diplomática del estatuto de los trabajadores migrantes y de las decisiones de Estado que puedan afectarlos. Ello es particularmente válido en casos que, como el referido, tienden a enturbiar y a tensar el ambiente bilateral.
En este mismo contexto, México ha dado muestras fehacientes de su disposición a participar en un modelo de relaciones internacionales cada vez más condicionadas por la interdependencia, un esquema del que difícilmente algún país podría sustraerse hoy en día. Atinadas o no, concesivas o no, las decisiones mexicanas en este terreno se han orientado a facilitar la convivencia entre naciones disímiles, diversas e incluso desiguales.
El gobierno de Estados Unidos, en cambio, está muy lejos de haber aprendido las reglas de la interdependencia, dictadas por realidades mundiales tales como la globalización económica, el surgimiento de bloques político-económicos, la expansión y diversificación de las telecomunicaciones y la existencia de flujos migratorios que no se dan por designios nacionales o individuales ni por la existencia de leyes ``blandas'', sino que son resultado estructural de asimetrías sociales y económicas que, por desgracia, no van a desaparecer en el corto plazo.
El conjunto de la sociedad mexicana debe, en este breve compás de espera abierto por la decisión del juez Sullivan, hacer llegar al gobierno de Estados Unidos el mensaje inequívoco del repudio nacional ante la legislación referida, la cual no sólo es contraria a los derechos humanos reconocidos mundialmente sino que tensa aun más las relaciones con México.
En esta perspectiva, los señalamientos del Senado de la República pueden constituir el punto de convergencia para todo el país; el punto de convergencia de una indignación que debe ser comunicada a Washington, cabalmente y sin ambages, por la Secretaría de Relaciones Exteriores.