La Jornada 31 de marzo de 1997

Alberto Palacios
Debatirse contra la demencia

La enfermedad de Alzheimer, que transtorna progresivamente la vida y la lucidez de casi 10 por ciento de las personas mayores de 65 años, se ha designado como ``un cataclismo que parece diseñado para poner a prueba el espíritu humano''. El deterioro neuropatológico que llamamos demencia presenil tipo Alzheimer consiste en una degeneración neuronal caracterizada por la agregación de placas de una sustancia proteica conocida como amiloide beta. Estas placas irregulares se implantan en el tejido nervioso normal, sustituyendo y destruyendo funciones cognitivas hasta causar atrofia cerebral difusa. A medida que avanzan las lesiones, los impulsos neuronales se apagan, ciertos receptores hormonales se desconciertan y el daño cerebral se manifiesta como un doloroso declive intelectual y emocional que consume al enfermo y a sus familiares. Al principio son huecos en la mamoria, seguidos de cambios en el talante, desconocimiento de eventos pasados y personas, para acabar en la pérdida del entendimiento, amnesia, apatía y completo abandono. Todo esto va acompañado de temibles complicaciones físicas (infecciones, tropiezos y fracturas, llagas por permanecer mucho tiempo en cama), así como trastornos en la vida de relación (incongruencias, irascibilidad o total aislamiento). Los enfermos se vuelven cada vez más dependientes de sus seres queridos: para comunicarse, para vestirse, para comer, incluso para controlar sus movimientos y sus excretas. Lo más triste es que esta denigración personal ocurre en individuos que alguna vez brillaron por su lucidez y sus encantos. Ahora no queda nada, un cuerpo demandante, regresivo, indiferente, al que hay que prodigarle cuidados extremos por tiempo indefinido. La enfermedad de Alzheimer pone a prueba continuamente la tolerancia y la paciencia de la familia; tanto que algún autor la ha descrito como ``El día de 36 horas''. La preocupación se acentúa más porque la demencia tipo Alzheimer parece depender, por lo menos en casos de aparición temprana, de una cierta predisposición genética y familiar. Estudios recientes indican que esta asociación familiar depende de mutaciones en genes del cromosoma 14 que codifican para unas proteínas estructurales del cerebro denominadas presenilinas. Las presenilinas de las cuales se han secuenciado dos tipos, PS-1 y PS-2 parecen impedir que se agreguen las proteínas de amiloide en sitios vecinos a la degeneración neuronal. Por tanto, las presenilinas mutadas y alteradas en su contenido de aminoácidos, cumplen su función bloqueadora de modo deficiente. Esto conduce a trastornos en la eliminación de toxinas cerebrales y quizá permite que se formen focos de inflamación o daño oxidativo crónico dentro del sistema nervioso central. ¿Cómo probarlo? Una idea novedosa es la de usar modelos de animales de experimentación a los que se introducen proteínas mutadas y se observan sus efectos biológicos. Así, se han diseñado tres modelos experimentales en ratones que desarrollan placas cerebrales de amiloide o cambios de conducta al inyectarles proteínas precursoras anormales, pero el paralelismo con la demencia humana es todavía inexacto. Es probable que se trate de otros genes adicionales que aún desconocemos, que existan mecanismos oxidativos en el sistema nervioso cuya expresión final (si se quiere, las cicatrices de la inflamación crónica) sean simplemente las placas de amiloide, o bien, que ciertas proteínas neuronales sean más susceptibles a estímulos tóxicos o infecciosos a medida que envejecemos. Pero por ahora, todos estas son controversias científicas que estimulan la investigación y el conocimiento para beneficio de muchos ancianos invalidados por ese cataclismo mental. Lo cierto es que al diagnóstico de Alzheimer le sigue una sobrevida limitada, que se reduce exponencialmente por las complicaciones físicas que se suscitan conforme avanza la demencia. Las opciones de tratamiento todavía son muy limitadas y si cifran en el uso de bloqueadores enzimáticos de la acetilcolinesterasa. Se trata de sustancias que modifican la interferencia de los mensajeros cerebrales supuestamente alterados, pero cuya acción a largo plazo sobre el tejido cerebral no es del todo predecible. Por ahora lo que ofrecemos es apoyo emocional a la familia y cuidados paliativos para el paciente, que va deteriorándose, indiferente a su decrepitud y al medio circundante. En sociedades más ricas, se dispone de casas de confinamiento o asilos para ancianos con personal calificado para tratar estos graves problemas neurológicos. En ocasiones la familia los usa para darse un respiro, internando a su enfermo unas semanas y con ello recobrar algo de entusiasmo para seguirlo atendiendo. También se han creado institutos de investigación para la vejez, con fondos privados y gubernamentales, algo que debe fomentarse en México. Tal vez nos asiste la ingenuidad y el desconcierto ante la propia decadencia para suponer que podemos contener el sufrimiento en nuestros enfermos demenciados. Asumismos que sus cerebros reemplazados por placas de amiloide les esconden la obviedad de su deterioro, de su lento desliz hacia la inopia, tan aparente para quienes los rodean. Nos resignamos, sí, pero no debemos dejar de prodigarles afecto y cuidados. Eso restaña nuestro dolor y nos confiere humanismo. Además brinda renovada esperanza en que se diseñen pronto mejores recursos para contener la demencia... quizá se trate de la propia debacle en un futuro no muy distante. Hoy, los recuerdos, esa impronta sensible de la memoria, ayuda al menos a rescatar la imagen del amigo, del familiar que se aleja con la marea incierta de la demencia. Tan distinto y tan querido, como en aquellas épocas cuando lucía rozagante y comunicativo, y la vida parecía un sendero interminable.