Luis Benítez Bribiesca
ƑOtro cuento sobre la ciencia?
Los cuentos y las parábolas tienen el mérito de trascender al tiempo y a su objeto, y por ello son universales. Con gran tino René Drucker escribió un cuento, a la manera de parábola, sobre Ilusión Angeles y su frustrado intento para obtener apoyo para una investigación científica en México. (La Jornada, 17 de marzo.) La paradoja que entraña el cuento es que las instituciones nacionales encargadas de fomentar el quehacer científico, parecen tener la encomienda contraria. Su relato invita a la reflexión y revaloración de una de las actividades más importantes de nuestro siglo, pero más marginadas y malentendidas por sociólogos, economistas y políticos nacionales.
A pesar de que se ha repetido hasta la saciedad que el desarrollo científico es indispensable para el desarrollo económico de un país moderno y que se requiere una inversión mínima del 1 por ciento del PIB para lograrlo, en México sólo se aplica el 0.34 por ciento del PIB a la ciencia y tecnología. Pero lo más alarmante que se desprende del cuento de Drucker no es que los políticos o economistas de nuestro país, profundos analfabetas científicos, no entiendan el problema, sino que los propios científicos, convertidos ahora en autoridades del SNI o del Conacyt (instituciones dedicadas a apoyar la ciencia), son los primeros en mostrar una actitud hostil, rígida e intolerante ante la ciencia nacional. Con honrosas excepciones, al convertirse en jueces adoptan posturas anticientíficas, ignorando que el pensamiento y el quehacer científicos deben ser flexibles, reflexivos y sobre todo creativos. El descubrimiento científico no puede ser premeditado y por ello no deberían exigirse resultados positivos de cada propuesta de investigación, como pretenden nuestras instituciones. Aquel que siempre obtiene éxitos y con ello publicaciones de cada protocolo de investigación es un mentiroso o simplemente un maquilador de métodos de laboratorio. Con esa rigidez feudal con la que se pretende regular la investigación sólo se alienta a los pseudoinvestigadores que únicamente saben de técnicas e instrumentación. Estos van a la segura con protocolos de pesquisa que no son otra cosa que variaciones sobre algún tema publicado en el extranjero, pero que carecen de aquello que define al verdadero científico: La originalidad cimentada en el proceso creativo. Nuestra burocracia científica parece fomentar la formación de profesionales que creen conocer de ciencia por saber algunas técnicas de laboratorio, por usar fórmulas estadísticas y por haber estudiado un método inexistente: ``el método científico''. Igualmente grave es que algunas universidades ofrecen grados de Maestría y Doctorado al por mayor, mediante programas carentes de la infraestructura y del profesorado indispensable, pero con cursos sobre ese ``método'' que mágicamente convertirán en científicos a los graduados.
En un pequeño libro escrito por el premio Nobel de Medicina Peter Medawar, titulado Los límites de la ciencia, se discute si el descubrimiento científico puede ser premeditado, y se ilustra la falacia de estereotipar los apoyos a la investigación a través de protocolos prefabricados. Ahí, el gran inmunólogo relata tres casos de descubrimientos científicos extraordinarios que no pudieron ser premeditados: Los rayos X, el sistema de histocompatibilidad y la patogenia de la Miastenia gravis. Podría agregarse un cuarto caso que, aunque tiene un componente premeditado por su objetivo preciso, también revela la gran libertad en que se dio: El descubrimiento de la estructura del ácido desoxirribonucléico (ADN) por Watson y Crick, que nos podría servir para ejemplificar lo castrante que hubiese sido aplicarle la actual ortodoxia de supervisión científica.
Este no es un cuento como el de Drucker, sino una histórica realidad. Veamos: Ninguno de los dos investigadores estaba dedicado a estudiar la molécula del ADN; Crick elaboraba una tesis doctoral sobre estructura de polipéptidos y proteínas, mediante la difracción de rayos X, y Watson había acudido a Cambridge para trabajar con Kendrew en la cristalización de la miohemoglobina. Ninguno de los dos tenía currículum científico de importancia y nada habían escrito sobre esa molécula. Crick era apenas un estudiante de doctorado y Watson, quien ya había obtenido el grado, era un desconocido. Ambos carecían de publicaciones importantes, por lo que no contaban con índices altos de citación en la literatura internacional. Nunca elaboraron un protocolo con todas las reglas. Jamás escribieron una hipótesis nula y otra alterna. Tampoco redactaron minuciosamente su metodología, ni incluyeron complicados sistemas de comprobación estadística. Ni siquiera escribieron sus objetivos o sus metas; menos aún los clasificaron en primarios y secundarios. Además, tuvieron el atrevimiento de elegir otro camino diferente al de Wilkins y Franklin, quienes eran ya los expertos en esa área de investigación, usando técnicas de difracción de rayos X. En vez de ello, construyeron modelos moleculares siguiendo las propuestas de Pauling. Seguramente un proyecto tan endeble como este, propuesto por científicos desconocidos y carente de la estructura de un protocolo acorde con el ``método científico'', hubiese sido rechazado por nuestros comités de evaluación, como ocurrió con Ilusión Angeles. Acorralar al investigador dentro de un sistema estereotipado, con reglas ineludibles, es como meter a un atleta en un aparato ortopédico y enviarlo a las olimpiadas. El científico requiere ser creativo y para ello es necesaria la libertad de pensamiento y de acción.
Benítez L. ``La formación del científico. Espejismos y realidades''. Ciencia 45: 35-41, 1994.
Crick F. What a Mad Pursuit. Basic Books. USA, 1988.
Medawar P. The Limits of Science. Oxford University Press. UK, 1984.